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ARTE Y CULTURA

De ese tamaño

Por: MDG. Irma Carrillo Chávez
Maestra investigadora UASLP
@IrmaCarrilloCh

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Los monumentos, estatuas o memoriales son un tema digno de ser estudiado tanto en sus aspectos formales como en el significado para el que fueron creados. Un monumento o memorial pretende ser un recordatorio eterno que conmemora algún hecho histórico o las proezas de un héroe, el reconocimiento a quienes se han atrevido a hacer algo fuera de lo común –en este rubro, eliminaría todos los monumentos a la madre– o para dejar asentado en los anales de la historia que un objeto, tradición, rito o costumbre es originario de un lugar específico. En la antigüedad, se erigían monumentos funerarios como las pirámides, o bien, estos marcaban un hito dentro de la ciudad, como señalan algunos obeliscos o el mismísimo coloso de Rodas; encontramos también estatuas que revelan una ideología, aunque algunas de ellas ya se hallan convertidas en piedra –lo digo en forma literal–.

El ansia del ser humano por trascender, a partir del inmenso ego que nos caracteriza, ha hecho de la estatua toda una representación de lo que somos capaces de alcanzar, si nos lo proponemos: libertad, triunfos, amor, poder, compasión, caridad, ausencias, reconocimiento o conmemoración, por solo mencionar algunas de estas intenciones. La ciudad no se queda atrás: los monumentos marcan referencias convertidas en glorietas, esquinas, colonias o autopistas y dan información a quienes la visitan, despertando la curiosidad del turista, del amante de las historias escondidas tras esas efigies de piedra, metal e, incluso, plástico.

Estos colosos imperturbables adquieren tal significación que llegan a ser símbolo de un lugar considerado cuna de la civilización y al verlos caídos en filmes que abordan desastres climáticos, invasiones alienígenas o guerras finales, provocan un sentimiento de decadencia y nostalgia por el mundo como lo conocíamos, y si no, no hay más que ver los innumerables destrozos que ha sufrido la Estatua de la Libertad o la Torre Eiffel, o aquella magnífica escena de la película Adiós a Lenin, en donde se observa cómo la mitad de la efigie del augusto mandatario es trasladada por medio de un helicóptero, hasta perderse en el horizonte.

Existe otra forma de percibir los monumentos o estatuas: es para aquellos que fueron construidos con la mejor de las intenciones, pero que se han convertido en el centro de la burla y el escarnio para los habitantes de una ciudad. México se caracteriza por ser un país cuyos habitantes y su peculiar ingenio cambian la intención primaria por una, digamos, más cercana a la vida cotidiana. Podemos mencionar el monumento que conmemora a los periodistas caídos, el cual se encuentra en Guadalajara y es mejor conocido como “El Sharpie”, por su semejanza indiscutible con el popular marcador negro; o aquel que conmemora al guerrero chimalli, llamado también “El Voltrón de Chimalhuacán”, ubicado en este municipio del Estado de México y creado por el artista Sebastián. En Tocumbo, Michoacán, tenemos el monumento a la paleta de hielo y en Monterrey, al “Pony pasado de tamales”, estatua ecuestre creada por Botero; o la famosa “Suavicrema”, como se le llama familiarmente a la Estela de Luz que conmemora el bicentenario de la independencia de México.

Sea como sea, las estatuas forman parte de nuestro imaginario colectivo, nos recuerdan las luchas pasadas, a las víctimas de guerras y a las mil caras que tiene el poder; nos otorgan el gran pretexto de la celebración y nos obligan a tener presente quiénes somos y cuál ha sido nuestro pasado. Aunque, en definitiva, yo me quedo con el Hemiciclo a Juárez o la columna de la Independencia.