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Depresión y ansiedad: la próxima pandemia

Por: MDC. Daniela Paz Aguirre
Maestra en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, por la Universidad Panamericana de México
dannypaz2107@gmail.com

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Lo que hemos vivido a partir del 2020 y hasta la fecha en la que se escribe este artículo, nadie lo esperaba y tampoco supimos qué hacer. El virus del COVID-19 tomó a la sociedad mundial por sorpresa, creando caos en la economía y crisis en el sistema de salud.   La prioridad fue, y es, la de salvar tantas vidas como sea posible, pero pensar que ahí termina el asunto sería, en mi opinión, un error de escala mundial, pues, de acuerdo con la Doctora Carmen Moreno Ruiz, del Hospital General Universitario Gregorio Marañón de Madrid, España, una de las consecuencias de la enfermedad “podría repercutir en un previsible aumento de las alteraciones psiquiátricas como ansiedad, depresión, alteraciones del sueño e, incluso, estrés postraumático mayor al que se ha visto tras otras infecciones por virus”. Entonces, la pregunta inmediata sería: ¿tenemos la capacidad para atender la necesidad de la salud mental?   Primero que nada, debe entenderse que la salud forma parte del extenso abanico de derechos humanos de los que gozamos desde el momento de nuestro nacimiento y, segundo, que la salud es un estado de bienestar: físico, mental y social, por lo que los Estados están en la obligación de garantizar y promover suficientes espacios públicos para el adecuado procedimiento de las enfermedades mentales, en un ambiente digno y con el personal capacitado para su tratamiento.   Dicho lo anterior, es primordial saber cuál es el estado actual que guarda dicho apartado, pues de acuerdo con Dainius Pūras, especialista de las Naciones Unidas en materia de derecho a la salud, “es evidente que no puede haber salud sin salud mental, en ningún lugar del mundo la salud mental se encuentra en plano de igualdad con la salud física, en términos de presupuesto o educación y práctica médicas”. En su informe, Pūras menciona los cálculos realizados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde 2014, los cuales indican que, en el mundo entero, sólo el 7% de los presupuestos sanitarios se destinan a asuntos de salud mental. Además, pone de relieve el hecho de que en los países de bajos ingresos se gastan menos de dos dólares estadounidenses al año en este rubro. ¿Por qué se le presta tan poca atención a su cuidado cuando una de cada cuatro personas se verá afectada por algún padecimiento de ese tipo a lo largo de su vida? Tal vez la respuesta esté en la persistencia de la estigmatización y la discriminación.   Para darnos una idea de lo que representan los síntomas asociados a alguna enfermedad mental, la página El Médico Interactivo recupera un artículo publicado por el diario The Lancet donde señala que los pacientes recuperados de COVID-19 presentan trastornos asociados al sueño (26%), y ansiedad y depresión (23%).   Estos datos sólo hacen referencia a los sobrevivientes, pero se deben sumar los familiares de personas fallecidas, así como a quienes desarrollaron algún síntoma como ansiedad y depresión derivados del encierro.   El poco presupuesto destinado por los Estados, la estigmatización y la creciente ola de trastornos mentales no nos dejan un buen margen de acción para el tratamiento y seguimiento adecuado de los pacientes. En México, además, debemos sumar el poco personal médico capacitado para el tratamiento de enfermedades mentales.   De acuerdo con cifras del Inegi, para el año 2011 había 3,823 psiquiatras para una población de 112,336,538 habitantes, lo que arroja un estimado de 3.4 psiquiatras por cada 100 mil habitantes. Sin embargo, el 60% de médicos especialistas se encontró en las tres ciudades más grandes del país: Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. Y los demás, ¿cómo se atienden?   Saber si hay suficiente “oferta” de médicos psiquiatras para la “demanda” de pacientes que presentan algún tipo de ansiedad o depresión pos-COVID será un análisis futuro, aún estamos navegando en las aguas inciertas de una pandemia que azotó la esfera de salud del mundo, no obstante, lo que sí estamos en posibilidad de recapitular es la necesidad de personal capacitado, espacios públicos que garanticen la dignidad de los pacientes y la eliminación del estigma social que permita el reconocimiento y posterior atención de cualquier enfermedad mental.