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‘No dogs or…’

Por: Guadalupe Loaeza
Autora de varios libros. Conductora de televisión y radio, articulista en diversos diarios y revistas de circulación nacional
@gloaeza

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La primera vez que vi la película Gigante, allá por los años sesenta, basada en la novela de Edna Ferber, con Rock Hudson, Elizabeth Taylor y James Dean (la última que protagonizó antes de morir a los 24 años, en un accidente automovilístico unos días después del rodaje), aparte de la gran producción de George Stevens de 1956, lo que más me llamó la atención fue el argumento de la cinta, la cual dura más de dos horas. Nunca había visto de una forma tan visual y violenta la discriminación y el racismo contra los ciudadanos de origen mexicano nacidos en Texas. Una de las mejores escenas sucede en una cafetería, con música texana de fondo; de repente aparece el mesero, un hombre muy racista que está en contra de que entren mexicanos a su establecimiento. De pronto Jordan Benedict (Rock Hudson), quien para ese momento se había convertido en un magnate petrolero con canas, ve cómo el mesero saca a golpes a un cliente mexicano. Benedict trata de oponerse, lucha con el mesero a golpes y defiende lo que para entonces siente que ya es suyo, los derechos de su nieto mexicano. Cae al suelo y su esposa Leslie (Elizabeth Taylor, también con canas) va a ayudarlo, en ese momento el camarero se acerca y le lanza un letrero que dice: "No dogs or mexicans allowed".

Esta terrible frase no es nueva, ya se usaba en los siglos XIX y XX, especialmente en establecimientos sureños de Estados Unidos, casi hasta convertirse en un lugar común. La misma consigna aparece en la película The hateful eight (Los odiosos ocho) de Tarantino, la cual transcurre en el siglo XIX. Minnie Mink (Dana Gourrier), una de las protagonistas a quien le agradaba todo el mundo salvo los mexicanos, cuelga un letrero en su bar que decía: "no se admiten perros ni... mexicanos". Cuando a los dos años le preguntaron por qué lo había quitado, respondió: "porque ahora admito perros...". Finalmente, al morir Minnie, le deja su negocio a un mexicano...

El que también odia a los mexicanos es Patrick Wood Crusius, culpable de haber asesinado a 22 personas con un rifle AK-47, en un centro comercial Walmart, ocho de ellas ciudadanos mexicanos. En su página de Internet no colocó la frase: "No dogs or mexicans...", pero sí que había que ir "contra la invasión hispana de Texas". Todos aquellos que conocen a Crusius afirman que se trataba de un tipo "muy solitario y distante". Dice el New York Times que vivía con sus abuelos, quienes han cerrado todas las cuentas en redes sociales de su nieto. En un mensaje escrito en su perfil de LinkedIn, los abuelos leyeron devastados: "Realmente no estoy motivado para hacer nada más de lo necesario para sobrevivir. Trabajar en general apesta, pero supongo que una carrera relacionada con el desarrollo de software me conviene. Paso aproximadamente ocho horas al día en el ordenador, así que eso cuenta como experiencia en tecnología, supongo".

¿Qué habrá pensado Crusius durante las nueve horas en que viajó desde el área de Dallas hasta El Paso para cometer su crimen en la frontera con México, en donde sabía que de cada 10 residentes 8 son de origen latino? Seguramente durante ese lapso, su odio hacia los mexicanos iba "in crescendo" de más en más. Tal vez le sudaban las manos, cuyas uñas se ha de haber mordido desde que era muy niño. Quizá masticaba su chicle, ya seco y sin sabor como si fuera una liga, con absoluta rabia a la vez que escuchaba música de los Scorpions, o bien “El oro del Rin”, de Wagner, porque sabía que le gustaba a Hitler. A lo mejor, Patrick miraba constantemente su Waze para no perderse entre tantas rutas. Lo más probable es que se haya parado a media ruta para comer algo y mientras devoraba nerviosamente media pizza, sus pensamientos chocaban entre sí a la vez que murmuraba: "si podemos deshacernos de suficientes personas, nuestra forma de vida puede ser más sostenible".

Dice José Luis Cebrián, de El País, sobre la más reciente obra del periodista y ensayista texano Larry Wright, Dios salve a Texas, que: "Leyendo el libro llega uno a la conclusión de que Texas padece una especie de psicopatía política bipolar. Ciudades como Austin y Houston, la propia Dallas, se muestran como poderosas metrópolis cosmopolitas y progresivamente liberales, capaces, sin embargo, de convivir aún con los resabios xenófobos, machistas y un tanto brutales del estereotipo vaquero".