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PANORAMA INTERNACIONAL

Putin, el señor de las guerras

Por: DA. Javier Rueda Castrillón
Analista económico en diferentes medios; autor de artículos sobre política y economía
jruedac@me.com

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Drago, aquel boxeador ruso que caía ante un Rocky Balboa pletórico contra cualquier adversidad, es ahora una máquina que no tiene réplica, de la ficción a una realidad han pasado años en los que Putin ha contribuido al nuevo orgullo ruso. Atrás quedan aquellos tiempos en los que el mundo estaba atento a una guerra fría entre los países más poderosos del mundo, como película de acción, los buenos y los malos peleaban sin tener nada en común y lanzándose indirectas sobre su peculiar forma de repartirse el mundo y la razón.

En la actualidad, Putin gana en el arte del liderazgo y parece no tener contrincante político. Rodeado de todo ese glamour soviético, las palabras del dirigente ruso vienen acompañadas de una acción tajante, cuatro guerras en dieciséis años de poder conforman un historial bélico que demuestra mano firme. Chechenia, Georgia, Ucrania y Siria han probado parte de la medicina política rusa, bautizadas como operaciones antiterroristas, el Kremlin sabe bien que son guerras atroces con un sinfín de intereses, la ley del más fuerte en una jungla global necesitada de materia prima.

El incondicional y entendible apoyo ruso a la lucha antiterrorista tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, hoy es un arma de doble filo que obliga a Occidente a hacer la vista gorda a las violaciones de los derechos humanos, el infierno de cada conflicto ha puesto al mundo en una situación de difícil acuerdo recordando que en medio de las armas la justicia enmudece.

Rocky Balboa quedó como una indirecta más tras la aparición de Rambo, aquel boina verde inmortal capaz de acabar con todo un ejército… ficción de cine para falsificar la incómoda historia, las derrotas con Vietnam o Yemen no son del estilo en que Rusia maneja la situación. Tantos años de mandato dan para mucho, Putin sabe que su poder se hace más grande si es sostenido sobre ideologías y consignas de estabilidad, su política de democracia dirigida contrasta con signos externos de un gobierno formalmente democrático, desde la competencia de candidatos en las elecciones hasta una efectiva libertad de palabra; supuestamente, ante el telón de fondo es evidente el retorno a la rigidez jerárquica, imposición de ideas ante una actualización tecnológica y la reactivación económica de una nueva Rusia que ve tiempos de cambio forzoso.

Ante tal personaje, Dimitri Medvedev quedó opacado incluso siendo presidente durante cuatro años, todo el mundo sabe que Putin decidió su hegemonía al límite de dos mandatos consecutivos que establecía la Constitución. Hoy puede ser eterno, la consecuencia del fracaso de Rusia en la transición a la democracia en los años 90, y de su legado histórico imperial, hace del putinismo un sistema orientado a la política exterior, apegado al sentimiento antioccidental de la población rusa como su principal motor parece olvidar la necesidad de una visión al interior del país, una crítica a lo realmente conseguido durante tanto tiempo de doctrina.

Rusia evoca un espíritu revolucionario, es la esencia de un país en el que Putin parece omnipresente, un pasado en el que los levantamientos de campesinos, los atentados anarquistas y la dureza de Stalin contrasta con una modernidad y un diálogo social envejecido, la línea demográfica rusa tiene recuerdos como para saber que más vale malo conocido que bueno por conocer. Presume su estructura piramidal colocando a Vladimir como un faraón moderno que acostumbra el culto por su imagen, con personalidad de superhéroe capaz de jugar hockey, cazar elefantes y practicar artes marciales que recuerden su pasado en la KGB, una imagen política llena de fuerza para intentar prolongar su legado por dos mandatos más, un anhelo por pasar a la historia superando al dictador Stalin y quedándose a poco tiempo de Catalina la Grande.

Mamushka, vodka, ensaladilla, ballet y… ¡Putin! Parece imposible pensar en Rusia sin hacer un guiño al dirigente, parte de una historia en la que su forma de ver el mundo pasará factura en un futuro aún por decidir, quizá sea juzgado con la misma dureza.