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¿Vine con bufanda?

Por: Juan Villoro
Agencia Reforma / Escritor y periodista. Profesor en la UNAM, Yale University y la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona
@JuanVilloro56

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Cada vez que pierdo un paraguas sé que la temporada de lluvias ha empezado. Algo parecido sucede con las bufandas: cuando la pierdes recuerdas que hace frío.

La relación de los mexicanos con el invierno es esotérica. Vivimos según la idea de que nuestro clima es estupendo. La falta de calefacción hace que en ocasiones las casas sean más frías que las calles, pero eso evita pagar altos costos de energía. Además, ahí está el ponche, forma interna de la calefacción.

El desprestigio del frío en una nación solar trae problemas de vestuario. Si alguien llega a una fiesta con abrigo, recibe el saludo que ameritan los exagerados: "¿Dónde fue la nevada?". Abrigarse es señal de extravagancia.

Conozco a pocos mexicanos que usen guantes. Durante años tuve unos para jalar piñatas en los cumpleaños de mis hijos, pero no me atreví a salir con ellos a la calle.

Paso a la prenda más esquiva del invierno: la bufanda. Se pone, se quita, sofoca si la chimenea o el radiador están prendidos y siempre acaba en el respaldo de una silla. El invitado no pierde las llaves del coche porque las necesita para volver a casa, ni el celular, porque su estabilidad anímica depende de él, pero olvida el trozo de tela que no ha usado en diez meses.

Hay cosas con las que sencillamente no cuentas. La mayoría de los mexicanos perdería la banda presidencial al día siguiente de asumir el cargo.

Todo esto para decir que con el primer frente frío me quedé sin una bufanda. Se trata de algo típico que sin embargo me brindó una enseñanza moral que quiero compartir.

Muchos clósets tienen una parte alta que no alcanza nadie y que con los años se convierte en la versión casera de la Tumba 7 de Monte Albán. Al subir a un banquito, descubrimos objetos que tal vez son funerarios.

Este invierno rescaté de ahí una bufanda que había olvidado por completo. Salió de su letargo con desconcertante elegancia. Tal vez no quise guardarla sino ocultarla; era demasiado llamativa para ser portada así nomás. Podía devolverla a la gaveta de las cosas inmerecidas, pero ya había bajado del banquito, tenía frío y me esperaba una reunión.

Total que reciclé el accesorio proveniente de la parte misteriosa del clóset, es decir, de otra vida, y, naturalmente, lo perdí de inmediato. ¿Qué provocó este acto fallido? Había arrumbado la bufanda porque no me consideraba digno de ella. Lo comprobé de manera visual. Al día siguiente, recibí fotos de la reunión; en todas, yo podía ser descrito como "el de la bufanda". Lo más importante de mí era esa tela. Con razón me liberé de ella.

Pero el destino ama el enredo. Hablé a casa de los amigos y ya habían salido de vacaciones. Buscarían la bufanda al regresar. Esto abrió un compás de evocación sensorial. Recordé minuciosamente la textura de la tela, hecha de una lana finísima o tal vez de vicuña. Había ido a Perú alguna vez; probablemente me la regaló alguien que tenía una opinión demasiado favorable de mí. Era la bufanda ideal para un director de orquesta que sale de la Ópera de Viena. En el chat de los amigos me preguntaron de qué color era (las fotos resultaban engañosas). Dije "azul rey", dije "azul Prusia", dije "azul añil". ¡El mar nunca es del mismo tono!

De la liberación pasé a la culpa. No estaba a la altura de esa prenda pero debía ser su custodio. La parte alta del clóset y la Tumba 7 existen para eso, y yo no lo había entendido.

El olvidado origen de la prenda la hacía aún más valiosa. ¿Había sido de mi abuelo? En mi memoria, su suavidad primero me pareció poco común, luego arcaica.

Al cabo de dos semanas de penitencia y proustiana rememoración, mis amigos regresaron de sus vacaciones sin noticias de mi objeto perdido.

Lo único bueno de una tragedia es que evita la mediocridad: sufres en grande. Me resigné a mi ruina hasta que mi esposa subió a otro banquito en otro clóset y encontró la bufanda que alguien había puesto ahí como si quisiera esconderla.

El alma me volvió al cuerpo, pero sólo por un momento. Vi el apéndice de tela donde se describen las instrucciones de lavado y cometí el error de leerlo. La bufanda era de poliéster y estaba hecha en China. Mientras la perdí, fue extraordinaria; ahora carecía de interés.

La gaveta inaccesible del clóset cumple, en efecto, un papel sagrado. Los objetos no están ahí para ser usados, sino para creer en ellos.