
En México, las leyes más poderosas no siempre nacen en los congresos. Muchas han surgido de la calle, del dolor colectivo, de los gritos que se convierten en voz organizada. Hoy, el activismo ciudadano ha dejado de ser una resistencia marginal para convertirse en un actor central del cambio jurídico y social en el país.
Este fenómeno no es nuevo, pero ha tomado nuevas formas. En una nación atravesada por la violencia, la impunidad y la desigualdad, cada vez más personas han entendido que el derecho no puede seguir siendo una herramienta de pocos. Lo han hecho suyo. Y con él, han transformado realidades.
Los movimientos sociales en México han encontrado en la ley una aliada inesperada. Desde madres que buscan a sus hijos desaparecidos hasta jóvenes que luchan contra el acoso digital, el activismo ha demostrado que el derecho, cuando se enraíza en experiencia vivida, puede ser un instrumento de justicia real.
El ejemplo que considero más relevante es la Ley Olimpia, impulsada por Olimpia Coral Melo, una víctima de violencia digital. Lo que comenzó como una historia de humillación y silencio se transformó en una lucha nacional. Con el respaldo de colectivas feministas y una estrategia legal sólida, esta ley protege a miles de mujeres en el país. Por primera vez se reconoce que la violencia digital es real.
Otro caso emblemático es la Ley General sobre Desaparición Forzada, promovida por colectivos de familiares de personas desaparecidas. Lejos de los reflectores políticos, estas mujeres lucharon por el derecho a buscar, a saber, a enterrar con dignidad. Gracias a ellas, el Estado mexicano tiene la obligación legal de activar protocolos de búsqueda inmediata, de crear registros, vaya, de rendir cuentas.
El activismo no actúa solo, los ejemplos anteriores dan cuenta de la alianza entre abogados, colectivos jurídicos y defensores de derechos humanos con víctimas y organizaciones civiles que las y los defienden y, como resultado, han logrado que el derecho no sea sólo una herramienta técnica, sino una estrategia de resistencia.
En Oaxaca, las comunidades indígenas impulsaron una reforma constitucional para que se reconocieran legalmente sus sistemas normativos propios. Hoy, más de 400 municipios eligen a sus autoridades por usos y costumbres. Es una victoria del derecho a la autonomía, construida desde la identidad comunitaria.
Actualmente, el activismo ciudadano no sólo denuncia, también propone, litiga, reforma. En un país donde el Estado muchas veces falla, la sociedad ha decidido ocuparse de su propio destino. Y a pesar de no terminar en iniciativas de ley, los movimientos sociales sí ejercen una presión para reevaluar las prácticas sociales que llevamos a cabo, tal es el caso de Arussi Unda –integrante del colectivo Brujas del Mar– que, en 2020 tras una serie de feminicidios que estremecieron al país, lanzó la idea de un paro nacional de mujeres: #UnDíaSinNosotras. El 9 de marzo las calles se vaciaron. México sintió, por un día, lo que es vivir sin mujeres. Aquella acción no sólo generó conciencia, sino que obligó a instituciones a revisar sus políticas de género, a gobiernos a escuchar y a congresos a legislar.
El activismo mexicano está dando frutos en forma de un nuevo modelo de justicia. Uno donde las leyes no se escriben sólo con códigos, sino con memoria. Donde el derecho, más que un privilegio, es un lenguaje compartido. Donde la justicia deja de ser promesa y empieza a ser presencia. México no cambiará desde arriba, está cambiando desde abajo… desde sus calles, sus dolores y su gente. Con rabia, con ternura, con leyes. Con el poder ciudadano que, sin tener curul, legisla cada día.