Después de un periodo de elecciones intenso, la electa nueva presidenta ha seleccionado a varios de los miembros de su gabinete, al menos los iniciales. En este, y en prácticamente todos los casos, cuando hay selección de quiénes ocuparán los cargos públicos se formulan preguntas clave: ¿esta gente tiene preparación para el puesto? ¿Tiene antecedentes relevantes (en su currículum y desempeño en otros cargos)? ¿Estas personas están vinculadas con escándalos?
Dentro de todo el ejercicio público, tarde o temprano –temprano cuando hay incertidumbre y tarde cuando se ven estragos de una gestión pública– surge la siguiente cuestión: ¿es mejor tener políticos o técnicos en los cargos públicos?
Para responder a eso, desde mi punto de vista, habría que empezar por comprender qué es uno y otro, para no obviar conceptos y que no parezcan nombres de equipos de lucha libre. Entendamos que los “políticos” son personas que tradicionalmente militan y han militado en un partido (o dos o tres, según el momento de la historia), que no necesariamente tienen la preparación académica alineada con el puesto que ocupan, sin embargo, hacen labor de cabildeo, gestionan las relaciones públicas y desarrollan habilidades sociales para la representatividad de sus grupos de interés.
Los “técnicos”, por otro lado, son personas con una carrera académica alineada con el tema del puesto que se pretende ocupar, es decir, que si van a ser encargados de contabilidad gubernamental o temas económicos, sean contadores, economistas, actuarios o afines; si están a cargo de proyectos productivos agrícolas, por ejemplo, tengan formación relacionada con agronegocios o desarrollo de proyectos, por lo menos. Ahora bien, el grado que se esperaría mínimamente es la licenciatura, pero si se pueden conseguir posgrados sería mejor, ¿no?
Las ventajas de tener personas académicamente alineadas con las temáticas de los puestos es que la probabilidad de optimizar recursos económicos, humanos y naturales se potencia porque se pueden identificar errores, áreas de oportunidad y estrategias prácticas con respaldo teórico, cosa que es muy complicada de hacer si no se tiene el conocimiento del área, se pueden imaginar e inventar soluciones, pero se cae en prueba y error, o en ocurrencias que no llevan a resolver los problemas.
Otra ventaja del conocimiento técnico está en la innovación, sin necesidad de hablar de dificultades que resolver, es factible innovar en los procesos y, en muchas ocasiones, discutir con sectores privados en su mismo lenguaje.
Hasta aquí parece que son todas ventajas, pero no es así. Hay detalles que resultan problemáticos con estos perfiles y es que, en aras de los indicadores, de la eficiencia y de los hechos, se pagan costos de oportunidad en sentido relacional. Tener una carrera académica sólida implica tiempo de estudio, renunciar a ciertos eventos e incentivos y eso lleva a disminuir habilidades sociales. No es raro escuchar que las personas académicas no saben tratar a la gente; esto no es del todo cierto, pero los casos particulares no los vamos a desmenuzar aquí, habrá otros espacios para ello.
Los políticos tienen la ventaja del cabildeo, de saber conectar con la gente, mover a las masas, identificar las motivaciones y usar eso para los fines que convengan. Construyen narrativas que son sensibles para las personas y obtienen adeptos, ante cierta necesidad de apoyo saben con quién pueden o no contar y cómo pedir ese apoyo. Saben equilibrar balanzas de poder, de favores, de formas de hacer que las cosas sucedan con o sin recursos económicos.
En muchas ocasiones, los políticos resuelven lo que los técnicos no, y viceversa. Entonces, ¿qué hacer? En mi opinión, hay veces que la balanza se equilibra cuando los técnicos aprenden algo de los políticos y logran colarse en ese mundo, ahí parece que tenemos lo mejor de ambos mundos, pero lo que hay que comprender es que es una estira y afloja entre esas dos identidades, y aunque conviven hay una que domina y no es fácil saber cuándo debe ser una o la otra.
Lo ideal sería contar con un equipo técnico y académico sólido que asesore y esté inmerso en la gestión, pero sea el lado político quien pueda negociar y cabildear. El detalle es que hay luchas de ego y poder que generan deslealtades y riñas entre ambos equipos; esto, lejos de ayudar, obstaculiza cualquier trabajo. Por eso, además de preguntarnos si unos u otros, quizá convenga internalizar que el servicio público es eso, un servicio para la sociedad, no una arena para mostrar egos e intereses propios. Partiendo de ahí, un equipo mixto sería fructífero, de lo contrario seguiremos viendo combinaciones de estas identidades que nos tienen confundidos y con más incertidumbre que si no existieran más que sólo esas dos opciones.