El pasado 15 de junio de 2016 el senado de la república aprobó (si es que tal cosa se puede decir) la famosa “Ley 3 de 3”, y cuyo nombre oficial fue la de INICIATIVA CIUDADANA DE LEY GENERAL DE RESPONSABILIDADES ADMINISTRATIVAS, una iniciativa surgida de la preocupación que en varios ciudadanos eminentes causa la falta de ética de la clase política mexicana. Básicamente, y como nuestro lector lo sabe, la ley buscaba que todos aquellos que aspiraran a ser funcionarios públicos, ya sean electos o designados por la autoridad, deberían presentar tres declaraciones ante la autoridad correspondiente y ante la opinión pública: patrimonial, de intereses y fiscal. La primera se refiere a los bienes que posee el declarante antes de ejercer su puesto, además de que tiene que hacer otras durante y al final de su gestión. La declaración de intereses, posiblemente la más importante, se refiere a que el futuro funcionario manifieste que NO tiene relaciones sociales, políticas o económicas con sujetos, grupos o corporativos que le puedan estorbar o incluso, influir en su gestión como funcionario. La declaración fiscal es la que se refiere a informar al sistema tributario cómo y cuánto genera en términos de impuestos. Esta iniciativa parecía que por fin, y dado el enorme número de ciudadanos que firmaron la petición (291,000), establecería pautas ÉTICAS de conducta de los funcionarios de cara al ciudadano común que, con sus impuestos, paga los sueldos de aquéllos.
El resultado fue frustrado, de nuevo, por quienes ocupan curules tanto en la cámara de diputados, y sobre todo en la de senadores, en donde hicieron modificaciones que dejaron a más de uno boquiabierto por la forma tan hábil (hay que reconocerlo) y tan artera de hacer una machincuepa legal, concretamente en el artículo 29 de dicha ley, en el que originalmente se obligaba a los funcionarios a publicar sus declaraciones, en tanto que el artículo 32 establecía que todos aquellos particulares que recibieran fondos públicos tenían que realizar también sus tres declaraciones. El agregado hecho por los priístas y los diputados del Partido Verde al primero de los artículos, establece que “las declaraciones patrimonial y de intereses serán públicas salvo los rubros de publicidad que puedan afectar la vida privada o los datos personales protegidos por la Constitución”.
Esa pequeña modificación (insustancial en la sintaxis, potente en la semántica) prácticamente establece un candado que permitirá a todos los políticos que así lo deseen, no declarar puesto que toda información “puede afectar la vida privada al proporcionar datos protegidos por la Constitución”. La Carta Magna, que se supone rige la vida social y política de cada mexicano, es de nuevo manoseada para proteger los intereses de unos cuantos en demérito de la salud pública. El tiro final contra la “3 de 3” se dio el pasado 5 de julio, cuando el senado, con votos del PRI, PAN y PVEM, aprobaron el veto de Enrique Peña Nieto contra el artículo 32, lo cual quiere decir que los empresarios seguirán beneficiándose de la utilización de fondos públicos para hacer sus negocios privados. Semejante despliegue de prepotencia, aunado al mazazo que en las pasadas elecciones (5 de junio de 2016) recibió el PRI, marcan uno de los puntos más bajos del presente régimen (nunca estuvo ni a media altura, a decir verdad).
Ha sido demasiado. La opinión pública, que ahora se mueve a través de las cada vez más trascendentes redes sociales, y a despecho de la masa indiferenciada del conformismo, ha dado señales de no perdonar esta vez semejantes latrocinios. Las curvas entre el desprecio a la clase política y la labor impune de los políticos están en puntos diametralmente opuestos dentro del espacio de las coordenadas cartesianas del sistema político mexicano.
Sólo así se pueden entender ciertas “concesiones” a la legalidad realizadas en los últimos días por el Ejecutivo. Es sabido cómo Javier Duarte, gobernador saliente de Veracruz, ha hecho de su estado un feudo manejado a su entero antojo y sin escrúpulos; sus escándalos de corrupción y violencia (creación de empresas fantasmas, asesinatos, etc.) han rebasado todo pudor. Igual ocurre con el gobernador de Quintana Roo, Roberto Borje. Ambos promovieron magistrados “anticorrupción” dependientes de ellos, pero el 5 de julio, la Procuraduría General de la República presentó acciones de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en contra de los congresos de Veracruz y Quintana Roo. De esa manera, se garantiza el buen funcionamiento del Sistema Nacional Anticorrupción. La cereza en este pastel de pudor republicano es el famoso “perdón” que Peña Nieto ofreció a la nación, el pasado 18 de julio de este mismo año. En su discurso, el presidente habló de “gran indignación”, “actuar conforme a derecho y total integridad”, “cometí un error”, “actué conforme a la ley”, “irritación de los mexicanos”, “con toda humildad, les pido perdón”: frases contradictorias porque, si actuó conforme a derecho ¿por qué pide perdón? El hecho, significativo sólo superficialmente, supone decir que ahora la nueva punta de lanza de la retórica gubernamental será la de la lucha “anticorrupción”.
A dos años de que el período de Peña Nieto termine, el PRI, ante la crisis provocada por su excesivo entusiasmo derivado de retornar a la presidencia, está viviendo las consecuencias de su imprudencia, y ello ha motivado que el gobierno comience a desplegar otro discurso (porque no es más que eso) que se supone acercará de nuevo al partido hacia votantes poco informados pero fácilmente impresionables, con el objetivo de recuperar los terrenos perdidos. Ahora comienza el espectáculo: los malabaristas y los prestidigitadores han tomado su lugar en la pista principal.