Hacer carrera en la política, qué cosa más difícil. Antes que nada, he de decir que no soy el tipo de persona que tiene un escaño político, que alguna vez tuvo interés en tenerlo o que lo haya trabajado. Sin embargo, en diferentes etapas de mi vida he podido tener acercamiento a ciertas personas y ambientes que me han permitido hacer lo que más me gusta: observar.
Entonces, sin tener ningún tipo de autoridad moral o política, me limitaré a compartir lo que he podido aprender y a usar una metáfora para ejemplificarlo; esta última sí que la he experimentado de primera mano y por eso me permito tomarla como punto de referencia, además, hablamos un poco de lo mismo: de carreras.
Aunque lo que quiero compartir puede ser más visible en la política local, no sería inútil considerarlo también para ámbitos de alcance regional y nacional. Es muy común que cuando estudiamos una carrera universitaria, sobre todo en el ámbito de las ciencias políticas o algunas disciplinas de las ciencias sociales, pensamos en el futuro profesional que nos espera, y en algunos casos, que nos gustaría; nos viene a la cabeza el ámbito público.
Cuando estudiamos Derecho, Administración Pública, Economía o Politología una gran parte de nosotros puede verse atraída por hacer una carrera política, es decir, ocupando un cargo público y de representación popular. Esto último es importante porque no es lo mismo ser un funcionario de la administración pública que ocupar un cargo de elección popular; aunque en estos tiempos, y en nuestro país, nos parezca lo mismo.
Desde mi perspectiva, ambos casos deberían profesionalizarse, y me refiero al hecho de que quien ostente el cargo deba ser alguien con conocimiento técnico, experiencia e interés en la materia, incluso si estamos hablando de lo que conocemos como “la clase política”.
No es raro ver que gente que no tiene una trayectoria visible en la tarea de hacer política resulte electa o termine ocupando alguna diputación local. Si bien nos va, esa persona (siendo joven) continuará sus labores, escalará poco a poco y, eventualmente, llegará tan lejos como sus ambiciones y los intereses de la gente y sus partidos se lo permitan.
Sin embargo, también es común que estas personas tomen un camino un poco más acelerado. Esperan que cierto capital social les permita “meter nitro” y avanzar hasta escaños que no se logran sin haber hecho un camino previo. Esto es como querer correr –y ganar– un maratón, sin haber aprendido a correr –y ganar– una carrera de cinco kilómetros.
¿Se puede? En una carrera justa, no. Por su puesto que cuando esto se logra, es como si viéramos a una persona iniciar, como todas las demás, y cada vez que se cansa o que está perdiendo ventaja alguien la llevara en un carrito durante un buen tramo; por supuesto que para cuando mucha gente lo notara, esta persona bajaría y seguiría corriendo. El proceso se repite varias veces hasta que esta persona es dejada casi en la línea de meta, nada más para que avance y gane la carrera.
Así se ve el capital social al servicio de algunas pretendidas carreras, y aunque así explicado nos pueda parecer ridículo, puede pasar en nuestros contextos reales. El dicho popular reza: son carreras, no carreritas; y es cierto. Para las carreras, como para la vida, y para los asuntos políticos y sus cargos, todo lleva un ritmo, una preparación; hay que entrenarse. La paciencia es indispensable, tanto en el deporte como en la construcción de la carrera política.
Cuando uno pretende entrarle a la carrera sin haber entrenado antes puede que tenga golpes de suerte y consiga sus objetivos, pero eso no dura para siempre. En la siguiente carrera se esperará el mismo resultado o mejor y no hay que olvidar que se corre el riesgo de lesión. No hay que obviar que después de grandes esfuerzos sin acondicionamiento, lo que parecía fantástico se ve acabado y nunca más vuelve a brillar. Así pasa con algunos personajes, brillan por su ausencia cuando se agotan la carrera en una carrerita.