Me parece que una de las importantes desavenencias del progreso del feminismo es la estigmatización del término “feminismo radical”, que sugiere el uso de la fuerza, el extremismo y la equívoca idea de que el hombre es el enemigo como elementos indispensables para lograr la completa emancipación de la mujer.
De tal suerte, el término radical ha sido mal entendido como sinónimo de violencia ideológica, no sólo desde la perspectiva de las y los espectadores del movimiento, sino desde el panorama de ciertas “militantes”, quienes se valen de la etiqueta del radfem para legitimar acciones misándricas a lo aparentemente planteado; obstaculizando, por lo tanto, la verdadera causa.
Para entender el contexto, habría que empezar definiendo que radical proviene del latín radicalis y hace alusión a la raíz, implicaría ir a la raíz de la opresión. La violencia como equivalente a la radicalidad está presente en la percepción social del movimiento feminista, demeritando progresos estructurales y restando empatía.
Lo anterior lo explica muy bien Valeria de Dios Mendoza, activista y abogada, en su artículo “¿Qué es realmente el feminismo radical?”: “El feminismo radical, como es interpretado y aplicado actualmente por estos sectores, fracasa indudablemente respecto a su cometido fundamental. Los movimientos que se empeñan en establecer al hombre como la raíz de todos los males que aquejan a la mujer, carecen paradójicamente de la dosis de radicalidad, ya que se muestran incapacitados para identificar la verdadera raíz del problema, la cual se encuentra situada en el sistema y no en la naturaleza del ‘ser hombre’”.
La violencia de género no es algo nuevo, durante siglos ha sido una constante opresión de un sistema patriarcal que va desde las pequeñas acciones machistas dentro del hogar y que se extiende a la vida pública, mostrando sus peores caras en las altas cifras de feminicidios cometidos. Sin embargo, la oposición hombre-mujer no ha sido suficiente para cambiar la brutal realidad que vivimos, contrario a toda lógica, a la par que sube de tono el extremismo aumentan las cifras de muertes. ¿Es entonces la agresión una manera de erradicar el machismo? ¿Se debe combatir el fuego con fuego?
Como abogada y feminista, considero que el verdadero avance y progreso del movimiento se basa en los cambios reales, tangibles y medibles de la normativa judicial y de la correcta impartición de justicia, no en los movimientos de redes sociales ni en las declaraciones a través de medios digitales carentes de valor jurídico ni en los actos agresivos en contra del hombre, pues no sientan precedentes legales en la lucha por la equidad de género.
No obstante, soy consciente de que, para que lo anterior suceda, debe existir una responsabilidad intrínseca del Estado de garantizar la protección de los derechos humanos de las mujeres, adelantándose con políticas públicas que impulsen la perspectiva de género en todos los ámbitos, pues resulta incongruente que se pida una disminución del extremismo, si el propio Estado es ciego ante la petición de una vida digna y un trato igualitario. Entendiendo que la igualdad no significa que todas las personas sean semejantes entre sí ni que tengan las mismas posibilidades para el desarrollo personal y social, sino que se reconozcan las diferencias y se dote de herramientas para la equiparación del goce de los derechos.
Dicho de otra forma, el Estado tiene que reconocer que existe una práctica sistémica de la violencia contra la mujer y debe visibilizarlo, proporcionar la protección adecuada de sus derechos, dotándole de un mayor amparo por ser un sector de la sociedad constantemente atacado.
Es innegable que seguimos siendo un grupo vulnerado, pero la situación es responsabilidad del hombre y la mujer, y es tarea de ambos cuestionarla y cambiarla desde la raíz. Ahí es donde se presume la radicalización del movimiento, no en el discurso superficial de odio en contra del sexo masculino que no modifica la estructura opresora, sino que impide que los hombres se sumen a la causa y fragmenta la unión femenina, respecto de aquellas que no se sienten identificadas.
El enfrentamiento entre el hombre y la mujer puede suavizarse si se reconoce que ambos compartimos una cualidad a priori al género: la de ser personas.