El 25 de diciembre los lectores del New York Times despertaron con un reportaje de primera plana sobre México: "Con su enorme presupuesto de publicidad, el gobierno mexicano controla los medios de comunicación". Según su autor, Azam Ahmed, el uso de la publicidad oficial en México es una práctica inherentemente corrupta que conduce a la censura o la autocensura. El reportero describe el desiderátum del gobierno, pero no investiga en qué medida tiene éxito.
Nadie ignora que en muchas zonas del país la prensa atraviesa por una situación difícil debido a la alianza entre el crimen organizado y las autoridades locales o estatales, pero en el ámbito federal numerosos medios publican reportajes críticos. En algunos casos, el gobierno ha reaccionado rehusándoles publicidad o ejerciendo presiones aún mayores. Pero ya no estamos en los tiempos del antiguo régimen cuyo desmoronamiento empezó precisamente por la emancipación de la prensa.
El Congreso, en cumplimiento al reciente fallo de la Suprema Corte de Justicia, está obligado a legislar sobre el tema en fecha próxima. El caso lo amerita, ante todo, por el monto de los recursos involucrados. Según las cifras de Fundar, de enero de 2013 a junio de 2017 el gobierno de Peña Nieto ha gastado 8 mil millones anuales. El reportaje no especifica su destino por rubros (lo que hubiese sido muy útil).
Para el sexenio anterior contamos con un estudio relevante, publicado por la revista Etcétera en septiembre de 2009. Durante el período que comprende 2007, 2008 y el primer trimestre de 2009, el gasto de publicidad oficial para diversos medios fue de casi 4 mil millones anuales con la siguiente distribución: Televisión, 28.75%; radio, 17.64%; medios internacionales (radio y TV), 16.41%; medios complementarios (publicidad en exteriores, cine, agencias, internet, entre otros), 12.36%; diseño, producción, postproducción y copiado, 11.02%; diarios del DF, 5.77%; revistas, 3.62%; diarios de los estados, 3.41%; otros, 1.02%. Extrapolando las cifras, Peña Nieto ha gastado lo doble que su antecesor.
Monto y distribución son dos de los temas que deberá considerar el Congreso. El monto, por principio, me parece absolutamente excesivo. En cuanto a la distribución, el criterio hasta ahora ha sido cuantitativo: la penetración, el número de usuarios (televidentes, radioescuchas, lectores). Tiene sentido, sobre todo en esta era digital, pero deja de lado el elemento (difícil de medir) del prestigio, la credibilidad, la representatividad y la influencia. La penetración, en suma, debe complementarse con criterios cualitativos. Quienes deberían elegir la adecuada combinación de penetración e influencia son los departamentos de Comunicación Social de cada dependencia, pero una legislación sobre la materia les permitirá normar sus decisiones. A fin de cuentas, quien debe juzgar si el contenido de la publicidad es útil y el vehículo adecuado es el público.
Muchos cuestionan la publicidad misma. Hace años conversé sobre el tema con Julio Scherer y recogí nuestro diálogo en Proceso (3 agosto 2013). Aunque ha representado un baluarte de crítica a lo largo de cuatro décadas, Proceso no ha tenido publicidad oficial. "El otorgamiento de la publicidad -me dijo Scherer- no es una potestad del gobierno en turno ni puede ejercerse por capricho. Es una obligación del Estado". Estuve de acuerdo, siempre y cuando la presencia económica fuese pública y publicable. Y nada hay más público que el anuncio. Casi cinco años más tarde, la información es cada vez más pública gracias a organismos privados que la recogen y al INAI. Pero hace falta una legislación. El Congreso tiene la palabra.
No muchas revistas pueden vivir sin publicidad oficial. Proceso es una de ellas por su cantidad de lectores. Letras Libres es otra, por la diversificación de sus fuentes de ingreso, sobre todo anunciantes privados nacionales y extranjeros. Letras Libres y Proceso no modifican su línea editorial por presiones. Los anuncios de Letras Libres representan el 0.0007% de la publicidad total del gobierno federal.