“Yo puedo domarlo, le tiene miedo a su propia sombra”, le comentó Alejandro a su mejor amigo (y más tarde uno de sus generales más leales y pareja sentimental) Hefestión, al ver como un corcel negro digno de ser montado únicamente por un dios, relinchaba y no permitía a nadie siquiera acercársele. El joven príncipe se aproximó a la bestia y le habló dulcemente tomando la rienda y girándolo hacia el sol, para que la sombra no se proyectara de frente en el piso atemorizándolo. Posteriormente montó al animal y este lo permitió; le susurró al oído: “te llamarás Bucéfalo”. Instantáneamente se escuchó gran ovación, entre ellos su padre Filipo II, rey de Macedonia, quien clamó: “¡Búscate otro reino, hijo, Macedonia no es suficientemente grande para ti!”.
Desde pequeño fue educado en la destreza del combate cuerpo a cuerpo, tácticas militares y, por supuesto, filosofía, historia, arte y demás ciencias, aunque no tuvo un maestro común y corriente, sino que fue instruido de la mano de Aristóteles, nada más... La vida del más célebre conquistador occidental de la edad antigua está llena de leyendas, hechos y gestas legendarias dignas del puño y pluma de Homero. Cuando su padre fue asesinado por uno de sus guardaespaldas (supuestamente por órdenes de su esposa Olimpia, madre de Alejandro), Alejandro se convertía en rey de Macedonia, una región que, para el resto del mundo heleno, estaba habitada por bárbaros y salvajes; pronto Alejandro demostraría lo que “este bárbaro” podría fraguar.
Tomando el liderazgo de las polis griegas y como cabeza de la liga de Corintio, Alejandro formó un ejército modesto (unos 40 mil soldados) y cabalgó hacia la gloria. Quería castigar al imperio persa, el más formidable de aquella época, por todas las invasiones y ataques recurrentes que, desde hacía varios siglos, los persas habían llevado a cabo en suelo griego. Ya habían saqueado y quemado Atenas, pero antes deseaba cruzar por la tierra de los faraones, aquel lugar de leyendas, de edificaciones concebidas por los mismísimos dioses, la tierra de la inmortalidad. Alejandro se hizo de Egipto fusionando su cultura griega con la egipcia; y aunque no volvería a pisar la tierra del río Nilo, su general y amigo Ptolomeo se encargaría de hacer de Alejandría la ciudad de la luz, la cultura y el intelecto, fundando la dinastía ptolemaica, donde estructuras idílicas como el faro (una de las 7 maravillas del mundo antiguo), la biblioteca y el museo de Alejandría, y concluyendo con el reinado de Cleopatra, llegarían a resonar hasta nuestros días.
La batalla de Gaugamela en 331 a. C. en contra del imperio persa de Darío III de la dinastía Aqueménida es, sin duda, su mayor gesta militar, ya que 250 mil persas se enfrentaron a unos 45 mil griegos. Incluso ante esta clara desventaja, Alejandro y sus famosas falanges y prodigiosa caballería despedazaron a las fuerzas persas. Darío huyó, pero fue traicionado y asesinado por sus hombres. Alejandro los castigaría y honraría el cuerpo del emperador resguardándolo en un cementerio.
Una vez conquistado el territorio del imperio persa se dirigió al este, hasta los confines del mundo conocido, fusionando y llevando su cultura a toda ciudad, reino y pueblo que anexionaba. Hasta que finalmente alcanzó la India, en donde se enfrentó con bestias nunca antes vistas y sólo narradas por su tutor; y aunque cruento fue el combate en contra de Poros, rey de aquellas regiones asiáticas, logró hacerse con la victoria. Sin embargo, estaba por perder dos importantes batallas: la subordinación de sus hombres, hartos por tantos años de lucha anhelaban regresar a casa; y el más doloroso de todos: la muerte de su fiel corcel Bucéfalo.
A sus treinta y dos años, Alejandro lo conquistó todo: desde la península helénica hasta el Valle del Indo en la India, y desde Asia Central hasta Egipto; fundó más de 70 ciudades y 50 de ellas llevaron su nombre. Al momento de morir, supuestamente envenenado en Babilonia, la exquisita ciudad del extinto imperio persa se dividió en cuatro entre sus más allegados generales.
Concluyo con Alejandro Magno: “la gloria corona las acciones de aquellos que se exponen al peligro”.