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ECONOMÍA

Terrorist economy

Por: DA. Javier Rueda Castrillón
Analista económico en diferentes medios; autor de artículos sobre política y economía
jruedac@me.com

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El coronel Frederick Mackenson, militar británico comisionado en Pakistán, quedó sorprendido viendo bajar de un árbol a un joven de aspecto cenizo, delgado y barba larga suplicando leer la carta que agitaba. Cuando el oficial atendió su demanda, el joven no dudó en clavarle una daga y sentarse, su rostro evidenciaba el orgullo y alcance de sus actos. El talib de Mahabun, región tribal del río Indo, reconocía así su deseo de expulsar a los infieles de las tierras del islam, transcurría  el año 1853 y, desde entonces, grupos yihadistas asociados a Al Qaeda e ISIS continuan su legado.

Mucho ha llovido desde aquel primer atentado, el aumento actual en la venta de burkas en Afganistán es un claro indicio del temor y mayor alcance que tienen las tropas islamistas, un retorno al poder desde el que perpetran planes maquiavélicos en contra de todo aquel ajeno a su credo. Del hiyab al burka, el velo que cubre el rostro de las mujeres musulmanas es un requisito para no ser señaladas en medio de una retrógrada catástrofe, un terrorismo descarado que alerta a países incapaces de frenar su odio.

Imágenes como las vividas el 11 de septiembre del 2001 en Nueva York son imposibles de olvidar, el crecimiento agudo de actos terroristas, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, ha polarizado a una sociedad que pasa de la indefensión al repudio; predicciones teóricas y recomendaciones políticas abren la puerta a una negociación imposible, la resolución bélica y la imposición de la fuerza vuelven a tomar impetú dentro de una pandemia necesitada de reactivación económica.

La polarización política mundial es evidente y es cierto que el extremismo ideológico ha visto en el nuevo contexto la enésima confirmación de cómo sus teorías sobre una crisis estructural capitalista son incompatibles entre la salud pública y el interés económico de grandes corporaciones. Sumemos a esta coyuntura ideológica un radicalismo religioso y tendremos un problema complejo, en estos tiempos convulsos, la necesidad de encontrar certezas inspira a un pensamiento conspirativo, un mainstream para corroborar cómo el islamismo radical en Oriente Próximo, el norte de África y el Sahel, se perfila como una “nueva” amenaza.

El parón pandémico exige un crecimiento económico difícil de conseguir, la creciente ola de atentados y la exhibición de fuerza política ponen en cuenta regresiva el inicio de nuevas guerras. La reactivación promovida por una política monetaria capaz de nivelar la inflación ha provocado un consumismo insuficiente, en medio de tensiones que ponen al mundo en una situación de “mírame y no me toques”, la guerra es la triste salida para asegurar un rápido crecimiento. Ante este caótico escenario, lidiar con el extremismo islámico no pareciera ser suficiente, conflictos añadidos como la tensión militar en la Península de Corea y su desarrollo de armamento nuclear, la reimposición política siria, una Venezuela al borde de un ataque de nervios o la presión que ejerce China sobre cualquier mercado, quedan concentrados en un coctel molotov que espera la chispa adecuada para su detonación.

La guerra es un catalizador garantía para la activación económica, buenos y malos, indios o vaqueros, buscan la confrontación y su imposición bélica. Organizaciones como la OTAN, las tropas de la ONU o todos los mediadores a favor de la paz descubren que sus intereses por evitar la pugna internacional son débiles ejercicios de coherencia y sentido común.

Las famosas profecías de Nostradamus asombraron al corroborar el asesinato de John F. Kennedy, las guerras mundiales, catástrofes naturales o hasta la mismísima pandemia del coronavirus. El alistamiento de tropas asiáticas y musulmanas contra la fuerza occidental parece cuajarse en el tiempo, un apocalipsis agónico del que parece imposible el escape.

Talib de Mahabun, que bien hubieras hecho guardando el cuchillo…