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Bailando con el virus

Por: Jorge Volpi
Ensayista y narrador.
@jvolpi

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Un nuevo espejismo y un nuevo futuro posible. Justo cuando, ahogados en nuestra suficiencia -una vez más-, nos convencimos de que al fin habíamos domeñado la pandemia y que las vacunas habrían de volvernos inmunes, nos aferramos con uñas y dientes a la vieja normalidad; mientras tanto el virus, más apto que nosotros, nos sorprendió, raudo, con una nueva mutación, que de seguro no será la última en esta atormentada relación tóxica: Ómicron. No nos llevemos a engaño: esta cepa del SARS-CoV-2 también provoca Covid-19, pero las alteraciones en su estructura trastocan una vez más nuestros presupuestos y modificarán nuestras respuestas individuales y sociales a la enfermedad.

De modo similar a los organismos vivos, los virus se acomodan a un principio elemental de la evolución: lo único que quieren -si insistimos con antropomorfizar su comportamiento- es que sus genes se reproduzcan, cuanto más eficaz y velozmente, mejor. Para lograrlo, han establecido esta involuntaria complicidad con nosotros: no somos tanto sus víctimas como sus parejas, el cálido ámbito donde se multiplican a placer. La relación que mantenemos con ellos -como con los demás entes del planeta- no es, sin embargo, estable: se parece más bien a una danza donde cada parte se mueve e incita los movimientos equivalentes de la otra. Bailamos, literalmente, con el virus.

Una vez que su cepa original nos asaltó, matando a miles de sus reacios anfitriones en el proceso, nosotros reaccionamos con las vacunas: barreras naturales, construidas con sus propios elementos: el principio básico de los antiguos antídotos a los venenos. El virus reaccionó, entonces, con esta nueva versión: una cepa con una pasmosa capacidad de infección -los científicos la asumen supersónica: mucho mayor a la del sarampión-, pero con una letalidad considerablemente menor, al menos para los vacunados (aún se debaten sus efectos en quienes no lo están). En términos evolutivos, una ganancia inédita: los genes de Ómicron ahora se reproducen por billones en nuestros cuerpos sin hacernos demasiado daño, lo cual nos convierte en una especie de zombis a su servicio, encargados de transportarlos dócilmente de aquí para allá.

No sería la primera vez, sin embargo, que la pura fuerza evolutiva que impulsa a un ente a multiplicarse exponencialmente obre, a la larga, en su contra: hay quien imagina que tarde o temprano Ómicron se tornará endémica y que conviviremos con ella como lo hacemos con la influenza estacional o con la gripe común. Una especie de empate entre nosotros y el virus: tablas en el tablero de ajedrez de la naturaleza. A menos que, en medio de esa replicación enloquecida, aparezca una nueva cepa… capaz de destruirnos a todos y, de paso, a nuestros propios invasores: el Armagedón.

Mientras ese escenario catastrófico no ocurra, es probable que tenga razón el grupo de expertos que acompañó a Biden en su campaña y que hace unos días criticó su respuesta a esta etapa de la pandemia. En términos elementales, proponen que, en vez de cerrar la mira a cada nueva situación, nuestra mirada se vuelva más amplia, más global, más abierta al tiempo: de un modo u otro, nuestra relación con el virus seguirá a nuestro pesar. No vamos a dominar la pandemia ni a aplanar permanentemente la curva: conviviremos con el SARS-CoV-2 y sus distintas e impredecibles mutaciones por mucho tiempo. Mejor tomar entonces medidas fluidas y flexibles para afrontar las olas de contagios enfebrecidos y los momentos de relativa remisión. Y, eso sí, contar con millones y millones de pruebas gratuitas para que esos datos nos permitan actuar de la manera más racional posible.

No es tiempo, pues, de regresar a los brutales encierros de 2020; tampoco de creer que retornaremos de un día para otro a la añorada -y engañosa- libertad de 2019. Nos corresponde mirar hacia delante y acostumbrarnos, de manera crítica e inteligente, a esta incierta, escabrosa, amarga e inestable relación con el virus: no nos queda sino continuar bailando, armónica, astuta y desconfiadamente, con el enemigo.