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¿El fin de las democracias liberales?

Por: MA. Clara Franco Yáñez
Master en Asuntos Internacionales, por el Instituto de Posgrados en Estudios Internacionales y del Desarrollo en Ginebra, Suiza
clara.franco@graduateinstitute.ch

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A finales de los 80, el politólogo Francis Fukuyama escribió un polémico ensayo llamado “El Fin de la Historia”, expandido luego en su libro de nombre similar, en 1992, tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría que disolvió a la Unión Soviética. Fukuyama proponía que la historia “había llegado a su fin”; pero no en un sentido apocalíptico de cataclismo ni tampoco queriendo decir que nunca más pasaría nada interesante con la humanidad. Lo que argumentaba era que el sistema político de las democracias de libre mercado (“liberales”, en el sentido económico) había resultado vencedor, tras derrotar a sus dos grandes rivales: el fascismo y el comunismo. Representado por el Estados Unidos boyante de los años 90, este sistema político “vencedor” tenía como sus dos grandes pilares al capitalismo y a la democracia liberal, enterrando así, supuestamente, toda lucha ideológica en el terreno de la política económica. No es que el sistema ya estuviera impuesto en todo el mundo, naturalmente, pero “era cuestión de tiempo”. Según Fukuyama, la victoria era tan aplastante que, aunque la democracia liberal capitalista no sea perfecta, es el mejor sistema sociopolítico para beneficio de las mayorías.

El capitalismo supuestamente era más o menos inseparable de la democracia: allí donde hubiera uno, sería inevitable el otro, de la mano hacia el desarrollo liberal. Y Estados Unidos seguiría siendo líder indiscutido de este orden global. Hoy basta con estar mínimamente enterado de noticias internacionales para notar que esta idea se desmorona. Fukuyama, aunque respetado, es considerado por ciertos sectores de las ciencias políticas como el autor de una teoría errónea (por no mencionar que en las mismas aulas académicas circulará uno que otro chiste o meme a sus costillas). En los últimos veinte años China y Rusia emergen como las dos grandes potencias no democráticas. Y dentro del propio Estados Unidos, ¡el supuesto gran campeón además de beneficiario del capitalismo liberal y democrático!, surgen fuertes cuestionamientos a ambos pilares. La desigualdad se volvió grotesca y amenaza con destruir al “orden liberal” desde dentro. Y afuera, no son sólo China y Rusia, también India, Turquía y países africanos con economías medianamente sólidas, que parecían encaminados a adoptar el mismo orden sociopolítico a la gringa, vuelven al autoritarismo. Irónicamente los autoritarios son, en muchos casos, bien apoyados por las masas.

Hay muchas ideas que proponen explicar “qué pasó”. Unos dicen que el capitalismo tardío se come a sí mismo, devorado por sus propios desenfrenos. Todo tiene un inicio y un fin, imperios surgen y crecen, luego caen bajo el peso de sus propios éxitos o porque todas las cosas siguen un ciclo de cambio y evolución. Nunca hubo motivo, según muchos cuestionadores de Fukuyama, para pensar que el capitalismo democrático de libre mercado iba a permanecer inmutable. Actualmente muchas fuerzas distintas lo cuestionan: las preocupaciones medioambientales, la imposibilidad de un crecimiento infinito en un planeta con recursos limitados, el desenfreno de una élite financiera sin “llenadera” alguna, la desigualdad creciente, la “corporatización”, desregulación que poco a poco destruye a la clase media, y, por supuesto, las propias revueltas sociales ocasionadas por todo lo anterior. Otros señalan que el capitalismo nunca estuvo necesariamente ligado a la democracia, como ya nos demuestra la propia China –donde el totalitarismo político no ha impedido la bonanza capitalista y el surgimiento de milmillonarios por montón­–.

El capitalismo tampoco trajo por todos lados la paz democrática que se pensaba: si bien sigue siendo casi cierta la teoría de que entre democracias liberales no se hacen la guerra (y que supuestamente el comercio internacional sustituye o desincentiva los conflictos armados), el riesgo de guerras aumenta a medida que hay más regímenes autoritarios, capitalistas o no. Bien nos lo demostró Putin hace poco, cuando nos cerró la boca a todos los que creímos imposible que invadiera Ucrania (me cuento entre ellos, desde luego Fukuyama no es el único politólogo que se equivoca).

O bien la gente está desencantada con este capitalismo tardío que no cumplió en todos lados con sus promesas de desarrollo, o bien la idea de que necesariamente iba a traer paz y democracia fue miope desde el inicio. Estados Unidos, gran instigador de guerras e intervencionismo, siempre fue dependiente de la esclavitud en el llamado “tercer mundo” para sostener la ilusión de que la bonanza del “libre mercado” llegaría a todas partes.