Además de los Andes, la Amazonia, la religión, la lengua (en la mayoría de los casos) y sobre todo una historia de mestizaje y fusión cultural muy similar, ¿qué tienen en común Paraguay, Chile, Argentina, Brasil, Uruguay y demás países del Cono Sur? Y no, no hablo de la pasión por el futbol. La respuesta es que tienen la desgracia de compartir el continente con el titán de las barras y las estrellas, el paladín de la libertad, la democracia y los derechos del hombre: Estados Unidos.
Sin embargo, EUA tomó acciones contrarias a lo que dice predicar y, a través de su poderío militar, sus servicios de inteligencia (CIA) y su miedo a la propagación del comunismo en el contexto de la Guerra Fría, los “americanos” se las ingeniaron para capacitar en el arte de la tortura, la desaparición y el espionaje a militares latinoamericanos con tendencias ultraderechistas, para que, mediante golpes de estado, se hicieran del poder en sus respectivos países, aplastando con mano dura (y muy sangrienta) a opositores, pensadores, profesores, políticos, médicos, estudiantes, amas de casa, niños y prácticamente cualquier ser humano que “se sospechara” tuviera tendencias de izquierda. Miles fueron las víctimas de secuestro, tortura, asesinato, violación, interrogatorios o simplemente empujados desde un helicóptero (tal era el caso en Argentina); todo esto para intentar matar la voluntad, callar la voz y negar la búsqueda de democracia de ciudadanos y compatriotas.
En 1947, según varios politólogos e historiadores, inicia la Guerra Fría; un conflicto indirecto a escala global entre las dos superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial: EUA y la hoy extinta URSS. Ambas con formas de gobierno diferente, ideologías enemigas, modelos económicos incompatibles y una fuerte influencia militar y cultural con vecinos y aliados. En el caso de EUA, América y los países “occidentales” hasta Berlín; y a partir de ahí y hacia el oriente, de acuerdo con Churchill, había caído una cortina de hierro, en donde la URSS era Zar. En este conflicto nunca hubo una guerra frontal, únicamente en escenarios ajenos como Vietnam, Cuba, Afganistán, Corea y por supuesto que Latinoamérica no saldría exenta.
Pinochet, en Chile; Stroessner, en Paraguay; Videla con Argentina; Geisel, en Brasil y así cada cordero con su carnicero fue como Latinoamérica desde la década de los 50 hasta los 90 fue asolada, humillada y ultrajada; con dictaduras lideradas por títeres mangoneados por un poder extranjero que velaba por su “propia seguridad nacional” y su beneficio económico.
En el caso de Chile, en 1973, un 11 de septiembre (coincidencia), Pinochet y sus hampones derrocaron al presidente Allende, de izquierda, provocando “el suicidio” de este con su fusil AK-MS, supuestamente un obsequio del mismísimo Fidel, el único capaz de contener las ambiciones yankees en su isla. Lo que sucedió en Chile después fue simplemente aterrador: torturas, desapariciones, crímenes de lesa humanidad, muertes, campos de concentración, violaciones de niños involucrando a sectas religiosas en internados, terror y cero derechos humanos.
Videla y su junta militar hicieron lo mismo en 1976 derrocando a Isabel Perón e instaurando un gobierno dictatorial, abusivo, cobarde, cobrando la vida de miles de jóvenes. Una característica muy particular de la lucha por la dignidad y la justicia argentina fueron las Madres de Plaza de Mayo, mujeres que cubrían sus cabezas con velos blancos en señal de protesta en contra de la dictadura militar y que hasta hoy siguen reuniéndose en la misma plaza.
En México la situación fue muy particular, ya que no existió una dictadura militar per se, sino la de un partido político que regía con mano dura, velando, eso sí, por los intereses de su vecino del norte. Lamentablemente nosotros también tenemos pasajes obscuros: Tlatelolco, en 1968, y el Halconazo, en el 71. Procurando “la seguridad nacional” cazando a los alborotadores de izquierda y los hippies liberales, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) hizo lo que dictara su voluntad con los derechos de cientos de jóvenes.
Concluyo con Kissinger: “Estados Unidos no tiene amigos ni enemigos permanentes, sólo intereses”.