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ARTE Y CULTURA

¡Váaamonos… se fue el tren!

Por: MDG. Irma Carrillo Chávez
Maestra investigadora UASLP
@IrmaCarrilloCh

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Uno de los recursos más utilizados cuando nos da por sufrir de nostalgia, es acordarnos de cuando el tren tenía servicio de pasajeros. Escuchar a lo lejos el silbato del tren, es un acto que cada vez se va haciendo más espaciado. Y es que el tren, ese monstruo de metal, ha dejado huella en las emociones y vidas de muchos mexicanos que usaron y vivieron de esta magnífica máquina de transporte. Es evidente que la actividad económica de nuestro país se disparó de forma significativa cuando se instauró de manera formal el uso del tren, a partir de la presidencia de Anastasio Bustamante con la concesión de la primera vía que iba de México a Veracruz, sin embargo, es con Porfirio Díaz que este medio de transporte cobra auge y se explota su potencial, al ampliar los ramales a diversas ciudades. Al escribir esto, reflexiono sobre todas las asociaciones que se tienen con el tren: pensamos en la revolución y todos los «levantados» que hicieron suyo el ferrocarril para apoyar la causa al grito de «Tierra y libertad»; fotografías de soldaderas y adelitas en sepia echando gordas al comal para hacerle su itacate al señor; corridos cantados por Oscar Chávez; «y la máquina seguía, pita y pita y caminando…» o aquél que narra la odisea de García Corona por salvar al pequeño pueblo de Nacozari: «Máquina 501 la que corría por Sonora, por eso los garroteros el que no suspira, llora». O aquél que me encanta porque inicia con un requiebro de amor: «Yo soy rielera, tengo mi Juan; él es mi encanto yo soy su querer; cuando le dicen que ya se va el tren, adios mi rielera ya se va tu Juan».

Esas despedidas, desgarradoras, huecas y sinrazón, aquellas donde se te va el alma al ver la mano del objeto amado tomar el estribo y subir para, sabrá Dios, jamás volver; el tren como arma suicida ante la impotencia del amor no correspondido; el tren como prensa de monedas solo por el placer de observar la potencia de la bestia; esa bestia que transporta miles de esperanzas que cuelgan como racimos de sus vagones. Y mientras escribo, recuerdo un concierto al que asistí en el hoy Museo del Ferrocarril en donde presencié uno de los recursos de la nostalgia más maravillosos: se interpretaría la Máquina Férrea de Leonardo Coral en donde la intervención de una máquina de vapor se hacía necesaria. Si mal no recuerdo, la trajeron desde el museo del ferrocarril de Puebla; volvieron a poner la vía para que la máquina entrara con toda su majestad mientras que jubilados de ferrocarriles vestidos con sus overoles, gorro y paliacate le hacian señas al maquinista para darle la bienvenida en la estación. De pronto, el director de la orquesta detiene la música y con la batuta invita a la máquina a participar: aquél silbato trémulo primero e impetuoso después, nos puso la piel chinita y nos dieron ganas de llorar. Llorar por los tiempos idos, porque ir a Real de Catorce y no ir en tren, ya no tiene chiste, porque ya no hay quien venda jaletinas ni gordas ni colonche ni nada; porque ya no tenemos miedo de pasar por los túneles perforados en la Sierra Madre ni apreciamos los paisajes del «Espinazo del diablo»; porque las cascadas y los lugareños saludando se fueron con el tren.

Protagonista de novelas, música, ensayos, cuentos y artes plásticas, el tren ha sido uno de los hitos simbólicos más arraigados en la vida del mexicano y si me lo permiten, les recomiendo la sinfonía Las cuatro estaciones del magnífico compositor Arturo Márquez quien divide su obra en cuatro estaciones de tren: Aguascalientes, San Luis Potosí, Puebla y Veracruz, las principales del país. O la Sinfonía Vapor de Melesio Morales. A mí me tocó el tren, digamos el cabuz de ese tren que a veces veo a la lejanía y me recuerda que al final, todo es transitorio.