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ARTE Y CULTURA

La consciencia y la fantasía

Por: MHA. Carlos Tapia Alvarado
Historiador egresado de la UNAM y CEO de la Consultoría para la Reflexión Epistemológica y la Praxis Educativa “Sapere aude!
@tapiawho

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Al momento de escribir esto, me pregunto ¿la persona que lo lee –si alguna hubiere– es mujer u hombre? ¿Qué edad tiene? ¿Desde qué lugares mentales se decodifica lo que escribo? ¿Dónde lee? ¿En un baño? ¿Cuál es su profesión? ¿Desde qué campo disciplinar? Esto, como se verá, es querer preguntarse por la subjetividad de cada uno de nosotros como interlocutores, pero es una tarea que nos rebasa. Y les diré por qué. El ego potente concibe que su forma de pensar es la correcta, y que los demás deberían atenerse a las pautas que sostiene su pensamiento, porque él cree eso, y así lo enuncia, desde su legítimo saber y entender este mundo, según sea su interacción con este. Sabemos que el peso de la posición socioeconómica que uno ocupa en la sociedad es determinante para pensar como se piensa, todos y todas creyendo que lo que piensan y sienten es lo genuino y que lo que piensan o hacen los demás, distintos a mí y a los míos, o es feo, o incomprendido, o insultante,  porque, por sobre todas las cosas, los demás son inferiores a mí, por ser pobres (que los castren químicamente, escuche decir a alguien). Acto seguido, cual emanación platónica, a la manera de divina precipitación, viene el desprecio, la discriminación, el racismo, la burla y el escarnio como respuesta a todo aquello que violente mi opinión sobre el mundo, en la cual incluyo la propia existencia del otro, al que, incluso, odio, porque mi opinión, que es una especie de cosmovisión rebajada, tapizada, confeccionada, adornada y aderezada de prejuicios, es la que guía mi pensar. Yo no pienso así, pero, y este es el meollo del asunto, cómo puedo establecer un diálogo, un contacto con quien así entiende el mundo. ¿Creemos, en verdad, que podemos construir un diálogo los muchos y las muchas que pensamos de tan distintas maneras? Tiene que haber un punto de contacto, más allá de la demagogia electoral. La escritura, como sabemos y leemos cotidianamente, está anegada de insidia y se le utiliza para crispar, enardecer, denostar. Es la potente escritura cotidiana, la del momento, que podemos cuantificar estadísticamente, según los datos que uno quiera obtener de las propias redes sociales. Está esta otra escritura, la que se ofrece en Stratega Business Magazine, por ejemplo, la de la letra impresa (mayoritariamente en papel, ahora cada vez más de forma electrónica), que de manera periódica ofrece cualquier cantidad de contenidos renovados sobre variadas temáticas a los muchos lectores de cada una de ellas.

Sin lugar a dudas, se lee (henos aquí), y la lectura puede, lo sabemos bien, mover mundos, para bien y para mal. Por la escritura es que se han arrasado pueblos completos; por la escritura puedo definir y describir la curvatura espacio-tiempo que se genera cerca de la fuerza gravitacional que genera un cuerpo celeste masivo; por la escritura se puede enamorar a alguien o se puede enamorar uno de la persona que escribe; por la escritura puedo creer en un dios; por la escritura puedo darle cuerpo a lo que pienso y al mismo tiempo expresarlo.

Uno de los poderes que me parecen más fascinantes de la escritura es que en ella podemos decodificar la creación. Tal es la magia de la literatura, ya que inventa a partir de la fantasía, posibilita la capacidad mental de producir imágenes y nos permite construir significados que son importantes en la constante necesidad de compartir y entender otras experiencias que no son las mías. La experiencia se transfiere gracias a su significado cristalizado en la escritura, que apunta directamente a la capacidad que tenemos los seres humanos, neurológicamente hablando, de crear y decodificar cualquier tipo de imagen generada por ella.

La literatura, gran expresión artística que comenzara su hegemonía en el siglo XIX (sin olvidar que existía desde hace ya mucho tiempo, y que en su historia hay, como las pirámides de Egipto, ejemplos indestructibles e imperecederos tales como el Quijote), verá el surgimiento, en el siglo XX, de un contrincante que le disputará el gran territorio de la creación fantástica y ficcional que hasta ese momento había encabezado sin competencia. Ya lo había dicho hace mucho tiempo Aristóteles, al ser humano le encanta ver, y con respecto a lo que ve, forja una respuesta que resulta más automática que la que pueda generar una palabra, ya que la abstracción es más compleja y la percepción de la imagen y su significado, dada su inmediatez, es más sencilla. Desde que se inventaron, las técnicas de creación y reproducción visual se alzaron como serias competidoras de la escritura, y podemos decir que, de alguna manera, la industria creadora de símbolos visuales-auditivos (el celuloide primero), la industria del estímulo auditivo, que abstrajo al sonido de la materialidad de su producción para convertirse en pura sensación (la radiodifusión), y luego el advenimiento de la industria de la televisión para llegar al presente con las redes sociales, todas estas formas de expresión más visuales que simbólicas disputan a la letra escrita, con mucho éxito, el ámbito de creación de la fantasía.

La fantasía cumple con una función primordial: le da respiro al espíritu atribulado por la vida cotidiana. Nos pasamos horas viendo programas con ingeniosas historias ficticias, interesantes dadas las experiencias vividas por los protagonistas. De entre los grandes temas transversales que sostienen la elaboración de contenidos visuales (el amor, el enredo cómico, la tragedia existencial) la violencia es especialmente apreciada, y es que el conflicto vende y con él se fantasea. Es tan ubicuo y poliédrico el tema que el abanico de posibilidades de representarlo puede ser cualquiera, porque es central.

Una de las formas en las que la fantasía se presta para representarnos el conflicto y la violencia es la distopía, es decir, imaginarnos un futuro que sólo se puede concebir como resultado de una catástrofe o que es caótico en sí mismo. Generalmente es un mundo tecnificado, cibernetizado, donde la civilización tal como la conocemos y todos sus valores han sido arruinados y donde los seres humanos viven agobiados por nuevos terrores, tanto internos como externos, y donde la violencia es omnipresente. ¿Por qué nos imaginamos un futuro así? La conciencia del presente, heredado del siglo XX, nos susurra que no hay un más allá, y que, si tal pudiese existir, sólo sería en forma de violencia, de acabamiento, porque los recursos de las generaciones venideras ya los hemos agotado. La distopía es una respuesta al capitalismo, cuyo único objetivo es producir, vender, regenerar capital y enajenar la plusvalía generada por el trabajo de los asalariados para constituir las ganancias de unos cuantos (aquellos de los que hablamos al principio de esta colaboración) que viven dentro de la teodicea de su felicidad –como dice Max Weber– en detrimento de los muchos que son despreciados por estos afortunados. En la injusticia de los mundos futuros posibles, los privilegiados constituyen el oponente, el opresor, el objetivo a vencer. La distopía se convierte así en vehículo de crítica de las condiciones del presente, porque si no se presta atención a las urgencias del hoy, el futuro sólo podrá aspirar a ser violento e injusto, porque el hoy es así, y nosotros no podemos o no queremos cambiar.

Si seguimos en la misma ruta como humanidad, los únicos futuros imaginables serán aquellos que la fantasía distópica nos ha ofrecido en la actualidad, en los cuales visualizamos decadencia, ruina y violencia. Nada más.