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ARTE Y CULTURA

Recordemos la Ilustración

Por: MHA. Carlos Tapia Alvarado
Historiador egresado de la UNAM y CEO de la Consultoría para la Reflexión Epistemológica y la Praxis Educativa “Sapere aude!
@tapiawho

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¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he ahí el lema de la ilustración.

(Kant, 1784)

Hemos de admitir que nuestro acercamiento al siglo XVIII se debe mucho al cine: notables películas nos han mostrado a través de la pantalla ese mundo lleno de aristócratas que se vestían de terciopelo, se empolvaban, se ponían llamativos lunares falsos en el rostro embadurnado de blanco y, sobre todo, se ponían pelucas. Filmes tales como Relaciones peligrosas del simpático Stephen Frears (1988), El perfume de Tom Tykwer (2006), la espectacular María Antonieta de Sofía Coppola, o la magistral Barry Lyndon de Stanley Kubrick (1973), o esa infamia que es Amadeus de Milos Forman (1984), o la filigrana de La noche de Varennes de Ettore Scola (1982), o la encantadora Ridicule de Patrice Leconte (1996), todas éstas y otras, entre una pléyade que también incluye series de televisión, nos muestran y nos representan ese mundo tan extraño y fascinante. Sin embargo, se tiene que hacer notar que la mayor parte de las historias se basan en cuentos y fábulas sobre la muy depredadora aristocracia gobernante y sus distintos miembros. O también sobre sujetos raros. Son, en suma, variopintas representaciones del Antiguo Régimen. Y se olvida entonces, porque así es la memoria marcada por un sistema ideológico dominante, que el siglo XVIII fue también marco para el surgimiento de esa fundamental forma de entender el mundo: la Ilustración.

La Ilustración, así llamada por los propios contemporáneos, fue sobre todo una actitud y una esperanza. La actitud comienza con la crítica que se hacía a los poderes establecidos: ¿de dónde proviene ese “derecho divino” de los reyes? ¿Por qué existen la desigualdad y la infelicidad? ¿Por qué los hombres viven idiotizados, en estado catatónico? Estas preguntas y muchas más se hicieron desde el ámbito del pensamiento, ámbito que fue preparado por los grandes filósofos que, a partir de la segunda mitad del siglo XVII establecieron magnos sistemas filosóficos, tales como Descartes, Malebranche, Leibniz, Newton o Locke. Pero nuestros pensadores del siglo XVIII no adoptaron semejantes aparatos intelectuales, sino que utilizaron al pensamiento para criticar al mundo, utilizaron el saber para educar, hicieron de la filosofía un arma de combate. Pero ¿contra quién o quiénes luchaban? Contra todos los poderosos que creían que el mundo les pertenecía y que todos debían de pensar según una lógica marcada por cierta predestinación fundamentada en el origen social: contra el estamento de la alta aristocracia, que regía las formas políticas y religiosas de la cotidianidad humana.

Para darse cuenta de lo que uno es en un sistema así (y no nos podemos resistir ante la metáfora de la película Matrix, que bien puede ejemplificar lo que decimos) debemos darnos cuenta, en primerísimo lugar, del papel que nosotros ejercemos en ese mismo sistema, como sujetos ciegos ante la injusticia, la intolerancia, la prepotencia y el dominio infernal de los mercaderes de creencias. Ese “¡Atrévete a pensar!” de Kant no es sino la muestra palpable de lo que los filósofos del siglo XVIII habían establecido como punto de apoyo fundamental para destruir a las periclitadas y anacrónicas estructuras de dominio, fundamentadas a su vez en la ignorancia y la estupidez. Nos referimos a esa maravillosa hipóstasis, ese poder que los hombres tienen para ser felices y productivos: la RAZÓN.

La razón fue la espada flamígera que nuestros empelucados filósofos esgrimieron, (con mucho éxito, habrá que admitir), para tratar de derrumbar al Antiguo Régimen. En nombre de la razón los hombres y mujeres del dieciocho comenzaron a generar espacios para conversar, para platicar, para discutir y para debatir, porque esas son las formas en las cuales la razón se reproduce. La razón no se puede mover donde no hay diálogo y sí hay intolerancia, soberbia y estupidez, características todas de los prepotentes. Si la razón se topa con obstáculos así, los corroe y los destruye, porque los critica desde sus cimientos. Y esta es otra característica de la Ilustración: la crítica. Criticar significa poner en crisis los fundamentos de algo preestablecido. Y crearon su instrumento de combate, la muy notable Enciclopedia o Diccionario razonado de ciencias, artes y oficios, que se publicó entre 1751 y 1772, gracias a la terca insistencia de Denis Diderot, quien tuvo que enfrentarse a los poderes establecidos (la corona y la iglesia) que desde un principio prohibieron la lectura de la obra. Este solo hecho, en el cual las instituciones del poder luchan contra el contenido de unos libros, ilustra de manera elocuente lo que fue la lucha de estos hombres. Y todos se destacaron: un Voltaire, por ejemplo, luchador incansable contra la estupidez y contra la crueldad de instituciones que queman el cuerpo para salvar almas. El barón d’Holbach, La Mettrie o Helvetius, así como Condillac o Condorcet pugnaban por el reconocimiento de las bases materiales que explican la vida. Rousseau estableció que todo motivo de infelicidad entre los hombres es la posesión.

Y como eran maestros de la palabra, estos señores escribían muy bien, y de hecho, entre las mejores páginas de prosa filosófica se encuentran Voltaire, de quien entre todas las obras que dio al mundo, destaca su precioso cuento filosófico Cándido o el optimismo, obra que critica la idea de la existencia del mejor de los mundos posibles cuando hay tanta maldad. Otra obra maravillosa, de un contenido profundísimo, y tesoro descubierto por unos cuantos (tales como Goethe, Hegel o Marx) es El sobrino de Rameau, del gran Diderot, obra maestra absoluta. Obra que critica a la propia razón como eje de la vida social e individual, y que a su vez no ve con malos ojos a los sujetos amorales, que son los que finalmente ponen bajo la lupa todos los supuestos filosóficos habidos y por haber. Las Cartas persas de Montesquieu contienen momentos espléndidos. Y fue tal la irradiación de la Ilustración, la irradiación de la razón, que en buena parte del mundo occidental se extendió su poderosa luz. En México, en plena época virreinal, tuvimos a nuestros propios ilustrados: Juan José de Eguiara y Eguren sería algo así como un pionero, seguido de los jesuitas Alegre, Clavijero o Cavo. José Antonio de Alzate y Ramírez, José Ignacio Bartolache, Joaquín Velázquez de León, Juan Benito Díaz de Gamarra, son algunos de los hombres que en México trataron de poner a la razón como la guía de nuestras almas.

¿Por qué es importante apelar al espíritu de la Ilustración? Porque los hombres de la época fueron optimistas con respecto a las potencias que la inteligencia puede otorgar cuando se utilizan en beneficio de la sociedad en su conjunto. Si nosotros nos convencemos igualmente de que si esto puede generarse es a partir de la inteligencia, del ejercer la razón con sabiduría, entonces reabriríamos un camino hacia la vida y el respeto a la misma, una vía a la justicia, a la libertad y a la tolerancia, cosas todas muy necesarias para buscar vivir en armonía. ¡Atrevámonos a pensar! ¡Démosle frente a la incuria y a la estulticia promovidas por los medios masivos de comunicación! Seamos ilustrados. ¡Sapere aude! Es decir… ¡Atrévete a pensar!