Dentro de las muchas costumbres que se han perdido en la era de la posverdad, una de ellas –absolutamente romántica– es escribir un “diario de viaje”, cuando emprendemos camino hacia tierras ignotas, por lo menos para nosotros.
Los diarios de viaje tuvieron su clímax durante el siglo XIX. ¿Quién no recuerda las correrías del insigne explorador y naturalista Alexander Von Humboldt? ¿O las exhaustivas descripciones de Charles Darwin? O el maravilloso relato que realizó la condesa Paula Kolonitz, con escasos 24 años de edad, durante su viaje y estancia en México, al lado de Maximiliano y Carlota, emperadores de triste recuerdo.
El diario de viaje usualmente era un cuadernillo empastado en un material resistente a las inclemencias del tiempo, el cual iba siempre acompañado de un juego básico de escritorio: plumillas, papel secante, tinta, cortaplumas y navajilla. En ellos se asentaban las observaciones de aquellos hombres y mujeres de ojo agudo, que contaban con una gran capacidad de registro y lenguaje descriptivo, a tal punto que les debemos grandes descubrimientos relacionados con la botánica, la minería, la geografía, los usos y costumbres sociales. Muchos fueron ilustrados por sus autores, quienes dominaban el arte del dibujo científico, plasmando entre sus páginas paisajes, animales desconocidos y plantas jamás vistas, con un detalle y preciosismo sin parangón.
Quiero imaginar a esos personajes venidos de Europa, invadidos por el asombro de caminar por tierras americanas, observando, registrando y expresando, con el lenguaje escrito, sus muchas y variadas impresiones al encontrarse frente a frente con los naturales de estas tierras, las deidades que adoraban y verse invadidos por la impotencia de no poder registrar a detalle tantas maravillas y prodigios. Ahora que estamos a punto de celebrar el aniversario del encuentro entre Hernán Cortés y el emperador Moctezuma –8 de noviembre de 1519–, vale la pena mencionar al Capitán Bernal Díaz del Castillo, quien relata en sus crónicas, tituladas
Ya que llegábamos cerca de México… se apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanle del brazo aquellos grandes caciques, de bajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuites (jade) que colgaban de unas como bordaduras … otros muchos señores venían delante del gran Montezuma, barriendo el suelo por donde había de pasar, y le ponían mantas para que no pisase la tierra.
Dando un salto quántico en el tiempo –ni más ni menos que 500 años–, actualmente tenemos a nuestra disposición herramientas tecnológicas que hubieran hecho las delicias de estos adelantados. Los teléfonos inteligentes y las cámaras digitales nos permiten llevar registros detallados de nuestras andanzas por el mundo de manera aleatoria e indiscriminada. El problema es que ya no tenemos el orden y concierto de los viajeros de antaño, ya no se nos “acaba el rollo” ni “rebobinamos” los cartuchos, ahora podemos tomar miles de fotografías, las cuales serán almacenadas en las nubes digitales por una módica cantidad y, si bien nos va, ordenaremos a nuestro gusto. Lo más sobresaliente de este hecho es que las redes sociales nos permiten democratizar vivencias, haciendo posible compartir con nuestros seguidores no sólo las imágenes, sino la idea de que somos todos unos aventureros, aplicados en descubrir sin observar, desde nuestro egocentrismo más recalcitrante.
La industria de la captura y socialización de la imagen se nos viene encima: ya no somos dueños de nuestras vivencias, alimentamos al algoritmo sin que nos demos cuenta; las empresas se adueñan de nuestra vida y obra y lucran con ella de la forma más descarada posible. Se cobra por la renta de un espacio digital que permite la publicación de nuestra inversión –sí, nuestra inversión de tiempo y dinero– para enriquecer a los grandes consorcios digitales, insertando anuncios a diestra y siniestra, situación que puede ser evitada, por supuesto, si se paga por ello.
Finalmente, cada quien es libre de hacer lo que desee con su imagen, y muchos de nuestros lectores seguramente se sentirán invadidos por la nostalgia: antes sí éramos libres y no lo sabíamos.