Son pocos los acontecimientos que se pueden conmemorar con tan profunda tristeza y desconcierto. Desde 2014 y hasta 2018 estaremos recordando que hace cien años el espíritu europeo decidió castrarse a sí mismo (según dice el poeta Eduardo Milán). Recordamos para no olvidar.
El 28 de junio de 1914 el estudiante bosnio Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero de la corona austro-húngara. Un mes y unos días después, Europa estaba en guerra. Fue una guerra buscada por las élites financieras y políticas de cada uno de los países involucrados, y se aprovecharon de esos negativos pensamientos creados por la estulticia romántica, es decir, los nacionalismos, para lanzar a millones de hombres al campo de batalla para matarse unos contra otros bajo las condiciones más humillantes. No fueron los ricos ni los jerarcas de la industria ni los grandes oficiales de los ejércitos los que estuvieron en esas trincheras llenas de ratas, excrementos, cadáveres y olores fétidos. Fueron más bien hombres comunes, padres de familia, trabajadores industriales, campesinos, profesionistas y catedráticos los que se metían y morían en esos campos absurdos. Ver las fotografías de Verdún causa horror: la tierra parecía la luna, tan llena de cráteres y sin ningún arbolillo en pie, pero lo peor es saber que en cada cráter hay una multitud de cadáveres franceses y alemanes, ya que era tan poco el espacio que unos murieron encima de otros.
La Primera Guerra Mundial se comenzó a pelear con las tácticas provenientes de la época de Napoleón: cargas en formación cerrada de la infantería, que frente a los nuevos armamentos resultaron ilógicas y homicidas. La industria había introducido cualquier cantidad de mejoras técnicas que resultaron en armas tremendamente mortíferas, de las cuales podemos hacer recuento: los fusiles semiautomáticos; las grandes ametralladoras cuyas ráfagas terminaron con enormes cantidades de vidas; los gases tóxicos y sus terribles consecuencias: la dolorosa extrema agonía de los pobres hombres afectados por esta inhumana arma; los lanzallamas… asar vivo a un prójimo; los cañones y obuses, que podían destruir grandes estructuras de concreto, o que podían lanzar proyectiles a grandes distancias, sólo para aterrorizar a la población civil, como ocurrió con el Gran Cañón de Paris. La Primera Guerra Mundial fue la guerra de la artillería y de sus terribles efectos. Tenemos que mencionar, cómo no, la aparición de los submarinos, que en manos alemanas se convirtieron en armas del terror al hundir barcos mercantes y de pasajeros inocentes. Apareció el avión de guerra, cuya utilización obligó a la especialización de tareas: los bombarderos y los pequeños aviones caza, en los que harían su aparición los “ases” de la aviación, aquellos que en el aire destruían aparatos enemigos para gloria suya y de su país. Aparecieron los tanques, máquinas monstruosas y artilladas hasta los dientes, de entre los cuales destaca el primer tanque moderno, el Renault Ft-17 de los franceses. Fue la guerra de las grandes y espeluznantes batallas: Marne, Tannemberg, Verdún, Przemyśl, Isonzo, Somme, Ypres, Mesopotamia, los Cárpatos, etc.
¿Y por qué recordar ese triste momento? Precisamente para, desde la perspectiva que aporta el tiempo, ver ese acontecimiento y contemplarlo a la luz de nuestra realidad, de este funesto presente en donde las trompetas de guerra y las atrocidades están a la orden del día. La violencia extrema en Medio Oriente y en otras regiones del mundo, la violencia interna de un Estado que somete a sus ciudadanos a una continua política de explotación y manipulación, la violencia verbal que exhibió durante su campaña el ahora presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, el despliegue del poder ruso, los actos terroristas. Este mundo, a principios de 2017, se ha dado cuenta de que está inficionado de locos y dementes, de egoístas y de políticos y militares que piensan que la solución final a todo problema es un conflicto armado.
¿Qué podemos hacer? El ser humano es creativo, el hombre social es solidario y generoso. A la sombra de esa centenaria guerra, nos debemos observar en el presente y hacerle frente a la sinrazón. Seamos solidarios, abandonemos el sectarismo que nos separa, seamos tolerantes, aprendamos a pensar, como decía Kant, para poder tomar decisiones correctas y para deshacernos de la atrofia generada por valores torcidos vendidos como verdad.
La Primera Guerra Mundial no resolvió nada, antes bien, nos metió, a todos los que sobrevivimos en este mundo, a un ámbito de perennes incertidumbres y de odios sempiternos. Es el sistema capitalista, que entendió que una de las mejores formas de generar poder (y ganancias) es hacer y vender armas. Si las de la Primera Guerra Mundial fueron atroces, las de hoy son el objeto de adoración de los provocadores de apocalipsis. Ojalá que la serenidad y la racionalidad imperen en los grandes poderes, pero esperamos que en los próximos cuatro años, el mundo pueda sobrevivir.