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Annus horribilis

Por: Jorge Volpi
Ensayista y narrador.
@jvolpi

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Si 2020 fue el año de la sorpresa, la incredulidad, la incertidumbre, la ansiedad, el duelo, la sobrevivencia y, al cabo, la esperanza –el mundo entero trastocado de principio a fin por la pandemia de Covid-19 desde su expansión desde China hasta la aparición de las primeras vacunas–, 2021 ha terminado por ser aún peor: uno de los más lamentables de la historia reciente, marcado por un ritmo en staccato, de pequeños avances y constantes retrocesos, y que queda sellado, sobre todo, por nuestra voluntaria renuncia a aprender algo de la conmoción previa. Un año espantoso que cierra, de nuevo, con la metafórica inestabilidad de la variante Ómicron, que anuncia una era de contagios al por mayor aun si los síntomas del mal –al menos para los vacunados– se anuncian relativamente más suaves.

Pese al cúmulo de tragedias acumuladas –millones de muertes que empiezan a olvidársenos–, 2020 nos invitó a reflexionar sobre lo que hemos hecho con el planeta, a revisar nuestras prioridades individuales y sociales, a observar las apabullantes desigualdades que nos rodean, a poner nuestro mayor empeño en enfrentar y contener la amenaza y a imaginar, en medio del caos, un nuevo futuro posible. 2021 ha sido, en cambio, un desperdicio: echamos por la borda las oportunidades y promesas que se nos abrieron al final del año pasado y, como si la pandemia hubiera sido un inconveniente menor y ya superado, preferimos abrazarnos con todas nuestras fuerzas al pasado, obstinados en la nostalgia y la resistencia a rectificar.

En El Invencible (1964), Stanislaw Lem imaginaba un planeta gobernado por unos cristales capaces de embrutecer a cualquier forma de vida que se les cruzara en el camino. No he encontrado mejor –y más lúcida– metáfora de nuestro tiempo: el virus allí, reproduciéndose y mutando enloquecidamente, y nosotros empeñados en creernos superiores y en seguir los mismos modelos de siempre. No sólo ha sido que, asumiéndonos invulnerables gracias a las vacunas –acaparadas por los países ricos y distribuidas a cuentagotas en los pobres–, nos hayamos lanzado febrilmente a recuperar el tiempo perdido, sino que de plano nos negamos a aprender cualquier lección: desdeñamos cualquier prudencia y optamos por recuperar la desconfianza, el egoísmo y el rencor que juramos dejar de lado tras sobrevivir al 2020. La revolución mundial que debimos acometer tras la aparición del virus y que debió cambiar nuestros hábitos de consumo tanto como nuestros afectos, nuestra relación con el medio ambiente tanto como nuestras filiaciones políticas, quedó postergada sin remedio. Preferimos enroscarnos en nosotros mismos y seguir siendo quienes éramos en vez de arriesgarnos a repensarlo y reinventarlo todo.

Para empezar, los demonios de la sinrazón que quedaron derrotados por su arrogancia o imprudencia –con Trump como modelo de tantos clones regionales– se muestran a punto de regresar: la pandemia no parece habernos tornado más sensatos. Una vez que se nos anunció que volveríamos a la normalidad, olvidamos sus engaños y repoblamos nuestros hormigueros. La última Matrix acierta en su siniestro diálogo final: la mayor parte de nosotros prefiere la "nueva normalidad" –la píldora azul– a conocer el horror que provocó la pandemia y que sigue preservando el sistema de desigualdad que nos define: ese neoliberalismo de vigilancia que todo lo devora y, con particular saña, a quienes más presumen oponérsele.

México no es la excepción: mientras López-Gatell –nuestro protagonista local de Don't Look Up– nos sigue impulsando a mirar hacia otra parte, la virulencia multiplicada de Ómicron toca ya a nuestras puertas. Y, entretanto, el Presidente continúa pensándose infalible e inmune a la crítica en un desierto donde los opositores se dedican a demostrar, día con día, que son aún menos confiables que él. Se acaba, por fortuna, este annus horribilis: al menos esta vez nada permite prever que el próximo vaya a ser mejor.