Se dice —y digo “se dice”, porque ya lo dudo— que los humanos necesitamos rodearnos de belleza para experimentar el goce estético en nuestras vidas. El arte ha sido una manifestación del ego del retratado, de la batalla, de la alegoría, de la devoción e incluso hay quienes se han ganado el cielo ocupando el pomposo cargo de “mecenas del arte”. Cuando las formas de representación evolucionaron, el arte se convirtió en una manifestación más o menos adecuada de las emociones, las pasiones, las denuncias, los saberes o, simplemente, encargos para el ornato, como aquellas que se venden en masa en los centros comerciales.
Pocos son los que tienen acceso al mercado del arte, porque si bien el artista se escuda con el argumento aquél tan trillado de “yo hago arte porque así expreso mi yo más íntimo”, de algo tienen que vivir. Y es ahí donde el arte contemporáneo ha realizado una escalada en la bolsa de valores a partir del erudito juicio de un cerrado círculo de expertos integrado por el mismo artista, su representante, las galerías y museos, los críticos de arte, las casas de subasta y los medios de comunicación. El arte, lamento decirlo, ahora se produce en masa. Si usted está pensando en invertir su dinero en el mercado del arte, antes de que suceda, debe detenerse a reflexionar sobre estos factores:
Como conclusión diré que yo me declaro decimonónica: que prefiero los claroscuros a un montón de muñecos de peluche en una esquina; que me inclino ante la perspectiva y no ante una serie de tiras de peluche colgadas del techo; que admiro el dominio de las técnicas y los materiales y no una pila de latas de spray para el cabello alineadas en círculos. En el tema del arte, debemos confiar más en nuestros instintos de compra, porque si seguimos así, no nos quedará más remedio que rezar para que el joven artista muera pronto, podamos vender su obra y recuperar la inversión.