Le llamo nuevo cambio porque el viejo cambio es el que se queda siempre en el intento. Se hace toda la faramalla de que las cosas van a cambiar, que nosotros vamos a cambiar, y nada. Lo mismo de siempre. Si con la pandemia no cambiamos, no sé qué más puede forzarnos a hacerlo.
En cualquier entidad existe una energía invisible, pero aplastante: la inercia. La inercia es como un elefante corriendo a toda velocidad, moviendo su abultada masa y que, una vez tomando vuelo, es muy difícil pararlo y reorientarlo.
Cada cambio, requerido o deseado, causa un desgaste de energía adicional, al tiempo que la rutina es un factor de eficiencia. Acostumbrarse a tener los mismos problemas es una ancla contra el cambio, porque la organización se configura justamente alrededor de ellos.
Entonces se establece un patrón que no resuelve el problema, y que encima genera una ilusión morbosa de control y, sobre todo, de familiaridad, inhibiendo así cualquier posibilidad de modificar la conducta.
También conviene considerar que los sistemas tienen un "ancho de banda de cambio", es decir, una capacidad finita y con fronteras para absorber y desplegar determinado grado de cambio.
Si se desborda la presión de cambiar, se genera una disfuncionalidad del sistema. Por eso los cambios tienen que gestionarse frente a ese ancho de banda y tomar en cuenta los sutiles momentos de anticipación y oportunidad para activarlos.
Adicionalmente, cuando ya ha habido muchos intentos fracasados o mediocres de cambio en el pasado, la entidad queda "vacunada" contra el cambio. Después de los intentos ya nadie cree en él: los integrantes se limitan a decir oooooooootra vez, ja, ja, ja.
El problema de fondo es la falta de reconocimiento de una verdad absoluta, como las hay pocas: los cambios generan problemas nuevos, y cuando se dan, las organizaciones y/o las personas se asustan, se desbalancean, incluso se apanican, y se regresan a lo mismo de siempre.
Los nuevos problemas generan desasosiego: se amenazan las posiciones políticas, se perturba la trayectoria del presupuesto, se desconciertan con la posibilidad de que se den resultados discontinuos y, en un complot inconsciente colectivo, se sabotea el cambio argumentando el caos nuevo y gravitan hacia el caos contenido previo, sin avanzar un ápice.
Se da marcha atrás y los más cínicos se gratifican: "fue mucho relajo, no jaló la cosa, te dije que no iba a funcionar" y el no-cambio triunfa una vez más.
Y, por si esto fuera poco, frecuentemente los menos interesados en el cambio son los que están en posiciones de alta jerarquía, es decir, los directivos. Son ellos los que conforman el establishment; sustentan el poder, y usualmente se sirven de él.
Paradójicamente, los que están en la mejor posición de hacer cambios significativos, son los que más beneficio obtienen al preservarse el statu quo.
En el plano personal ocurren procesos similares y se activan resistencias parecidas. En momentos de presión, buscamos alivio en lo establecido y nos refugiamos en lo de siempre. A final del camino, la batalla más grande es la lucha contra uno mismo.
Pareciera que psicobiológicamente existe un mandato de minimizar la energía adaptativa y aferrarnos a lo que ya tenemos; a no arriesgar, a no enfrentarnos a la ansiedad que un nuevo emprendimiento conlleva, por lo que acabamos auto-repitiéndonos.
Esta pandemia demanda flexibilidad, adaptación, renovación. En símil: tras el huracán, las palmeras regresan amablemente a tomar el sol, mientras que los árboles tiesos y robustos son arrancados desde sus raíces o son partidos en dos.
Lo flexible nos mantiene vigentes, sincronizados con el entorno y adaptativos.