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¿Qué significa el concepto “inclusión”?

Por: MHA. Carlos Tapia Alvarado
Historiador egresado de la UNAM y CEO de la Consultoría para la Reflexión Epistemológica y la Praxis Educativa “Sapere aude!
@tapiawho

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¿Por qué el ser humano (el homo sapiens sapiens, el hombre anatómicamente moderno) en la actualidad, en la segunda década del siglo XXI, en plena época de racionalidad y confianza en nuestras potencias como especie, por qué, repetimos, se lastima a sí mismo? O para aclarar todavía más la pregunta: ¿por qué el ser humano en la actualidad sigue siendo tan violento con sus propios semejantes? Sorprende el espectáculo humano por la violencia, por la virulencia con la que unos seres humanos agreden, lastiman y asesinan a otros seres humanos. El porqué de estas actitudes se hunde en los tiempos más oscuros del desarrollo de la humanidad. Tan oscura es la explicación que Thomas Hobbes no dudó en denominar al ser humano como un “homo homini lupus”, el hombre es el lobo del hombre.

El desarrollo de las sociedades humanas necesariamente tiene, como correlato inseparable, la violencia contra las mismas personas. Y no solamente se trata de violencia física, sino sobre todo de violencia simbólica. ¿Qué queremos decir con “violencia simbólica”? Que determinados seres humanos, por el propio desarrollo de los procesos históricos, se han convertido en definidores y dominadores del entorno social, y que justifican la inequidad, la desigualdad y el uso de la fuerza en la supuesta “calificación” de unos sobre otros. Este grave defecto (yo no lo puedo considerar de otra forma más que un defecto del ser humano) ha generado en el plano del discurso (que es el plano simbólico) una “caracterología de descalificaciones” contra el “otro”. Nos explicamos: el ser humano está acostumbrado a (des)calificar todo aquello que entra en la esfera de su pensamiento, el cual también configura una idea de lo que “debemos ser” contra la evidencia de lo que “somos” en el presente. Este “somos” se entiende, por lo tanto, como la enunciación de un determinado estado del ser de los que se consideran con la suficiente “autoridad” para definir a todos aquellos que no son como los otros como los “raros”, los “irracionales”, los “indios”, los “discapacitados”, los “niños”, las “mujeres”, es decir, todos aquellos que puedan ser considerados como los “otros” desde un ámbito de poder prejuicioso que lo único que hace es radicalizar y polarizar las posiciones “políticas” que cualquiera puede asumir desde un ámbito legalizado de poder (social, político y económico).

Y es que desde el poder se han “definido” los rasgos esenciales de la otredad no privilegiada de nuestra sociedad. Este poder no solamente es el hecho por las leyes y por las normas emanadas de aquellas, sino, y esto es lo más importante, es un poder fincado sobre un gran número de presuposiciones o, si se quiere, de prejuicios que oscurecen cualquier entendimiento cabal de lo que somos o de lo que queremos ser. Ese querer ser está fundamentado en la propia imagen que la civilización occidental tiene de sí misma en estas latitudes (mexicanas). Esa imagen incluye la fundamentación del orden social en conceptos tales como “igualdad”, “derechos humanos”, “autodeterminación”, que crean la ficción de vivir en un lugar amable, feliz y democrático, pero es un error de perspectiva provocado por el enorme y pesado prejuicio, por el elevado concepto de nosotros mismos como “sociedad moderna” cuando en realidad lastramos vicios y consideraciones que se nutren de los tiempos de antaño y de las ideas asistencialistas generadas en la época de dominio colonial.

Ahora se habla de “inclusión” dando a entender que este concepto es la respuesta para “normalizar”, dentro de los centros educativos sobre todo, a los que no son “normales”: las personas con discapacidad o las personas cuyas otredades escapan a los esquemas éticos occidentales. La “inclusión” es un concepto utópico que genera la ilusión, en los que conceptualizaron este término, de crear condiciones de igualdad para que puedan convivir en un mismo espacio personas que tienen como condición de vida una discapacidad (intelectual, psicosocial, auditiva, visual, motriz) que no les permite acceder al mundo simbólico de los “normales”. La “inclusión” es una bonita utopía que nos hace creer que somos buenas personas porque nos interesamos por aquellos que no han tenido la fortuna de nacer “normales”… como nosotros.

Pero es cierto que, a nivel mundial y desde centros en donde la “otredad” ha sido construida a base de sangre, sufrimiento, guerras y muerte, está surgiendo la necesidad de formar estructuras que permitan, ya no generar conciencia (estamos atrasados en ese sentido como humanidad, y de ahí la urgencia de entender), sino realizar acciones que al mismo tiempo pragmaticen el quehacer de los ciudadanos para entender, en primerísimo lugar, que este mundo está poblado por personas, en un intento de vencer la carga que negativamente desde el plano semántico han ganado la palabras “igualdad” e “iguales”, que tienen distintas condiciones, pero que todas son lo mismo. Ese fue el espíritu que privó el 13 de diciembre de 2006, cuando la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas aprobó la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, “que tiene como propósito fundamental –según se lee en su texto introductorio– asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos para todas las personas con discapacidad”. No crea nuestro amigo lector que se trata de un conglomerado de normas que tratan de ayudar a los “discapacitados” (término en desuso), sino que se trata de un acuerdo en el que lo fundamental es eliminar todo tipo de discriminación, sí, en primer lugar, hacia las personas con discapacidad, a las cuales se les debe sentir y percibir como personas y no como “pobrecitos”, como “angelitos” o cualquier eufemismo que lo único que evidencia es precisamente esa condescendencia del normal sobre el otro. La Convención, firmada por el estado mexicano el 30 de marzo de 2007, debe ser entendida no como un privilegio para los que no son nosotros (el famoso, retórico y vacuo “porque ellos sí y nosotros no”), sino como la posibilidad de construir un entorno humano para todos.

Vivimos tiempos de terrible radicalización de posiciones y discursos políticos, que, más grave aún, visibilizan la fractura histórica que divide a la mayoría de la población de los que detentan el poder y los privilegios de la política y la economía. La discriminación es patente, ominosa, y se filtra en cada poro de lo que los que utilizan la jerga política llaman “el tejido social”, generando una indestructible corrosión del mismo. Para que el espíritu de las normas contenidas en la Convención se dé, es necesario cambiar el chip, hacer una verdadera reprogramación de nuestra conciencia social. Quizá el entendimiento cabal de lo que es la Convención nos permita entendernos finalmente como un todo orgánico que necesita con-vivir, con-versar, con-geniar con otros, con todos, y en este sentido generar entre los que se confrontan o entre los que nos confrontamos, un ámbito de claridad desde la cual se pueda construir una nueva utopía, una última esperanza para hacer de esta humanidad algo más digno en la cual se pueda vivir.

El concepto inclusión, según lo visto más arriba, se entiende como el agregar a los otros a lo que somos nosotros, y no hay un real entendimiento –comprensión, dirían los hermeneutas alemanes– de lo que somos todos. Si queremos ser “inclusivos”, no generemos entonces políticas de explotación hacia las personas con discapacidad vestidas de asistencialismo –atroz herencia colonial– ni las minimicemos considerándolas sólo capaces de hacer trabajos manuales, porque el pensamiento “no les funciona”. Seamos inclusivos, sí, pero antes seamos sensatos y veámonos a todos como iguales, ahora sí, porque todos somos, por sobre todas las cosas, personas.