“Pensé que el sol se había caído del cielo. Hubo un estruendo tremendo y un destello de luz sobre mí…”, relata Tsutomu Yamaguchi (único sobreviviente de las bombas atómicas que pusieron de rodillas a Hiroshima y Nagasaki, en 1945) refiriéndose al momento en que Little Boy (la bomba atómica en Hiroshima) hacía explosión después de que el Enola Gay, bombardero estadounidense, la soltara.
¿Bomba atómica?, ¿nuclear?, ¿de hidrógeno? ¿Acaso hablamos de la misma cosa? No, en realidad existen distintas clases, tipos y poder de destrucción, pero básicamente la mayoría tiene el mismo principio: la fisión o fusión de núcleos atómicos, que mediante el bombardeo de neutrones o de su liberación crean una reacción nuclear al momento de impactar con el material o al unirse.
Las bombas atómicas que utilizan uranio 235 o plutonio 239 básicamente reaccionan a la fisión, es decir, a la división del átomo de estos elementos al ser bombardeado por neutrones, provocando una gigantesca liberación de energía.
En una bomba nuclear, termonuclear o de hidrógeno (H) el proceso cambia; en esta ocasión existe una fusión de átomos, provocando mayor liberación de energía en comparación con la fisión. Por ejemplo, cuando la bomba Ivy Mikey estalló en una zona de prueba, la temperatura llegó a alcanzar los 15 millones de grados centígrados, igual de caliente que el núcleo del sol. Eso hace que el acero reforzado se funda como si fuera helado en cuestión de milisegundos. Imaginemos lo que hace en organismos orgánicos, como la piel humana.
En las bombas H normalmente un 25% de la energía liberada se obtiene por la fusión y el 75% restante por la fisión, pero la bomba de neutrones logra reducir hasta en un 50% la fisión (se dice que hay casos en los que baja hasta un 5%) y el resto de la energía mediante la fusión nuclear. Estas bombas provocan una menor destrucción de la zona, pero aumenta la muerte por radiación de los rayos gamma; aunque curiosamente esta dura por muy poco tiempo (unas 48 horas, aproximadamente).
Se dice que cuando Oppenheimer (padre de la bomba atómica) observó con incredulidad la bola de fuego ocasionada por su invento dijo: "ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos" (frase extraída de un poema épico hindú llamado Bhagavad Gita).
Muchos son los físicos, químicos e ingenieros que aportaron sus conocimientos para la creación de estas armas, velando por la seguridad e intereses de sus propios países o, en algunos casos, de los adoptivos. Y es en este punto en el cual se desea ahondar. Recordemos la magnitud de la destrucción que causó la Primera Guerra Mundial y posteriormente la Segunda; es por eso que, a finales de este último evento y comenzando la llamada Guerra Fría, los países vencedores decidieron invertir recursos para la creación de este tipo de armas.
Para decirlo de la manera más directa: el poseer armas nucleares te permite como Estado contar con una herramienta de negociación (o mejor dicho disuasión) de mayor jerarquía que la diplomacia, si existiera algún roce con otro actor internacional que pudiera llegar a escalar hasta en un conflicto armado. Son cinco los países que cuentan con el “derecho de producción y almacenamiento de ADM: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China (no es casualidad que sean los P-5 en el Consejo de Seguridad en la Organización de las Naciones Unidas). Aunque es sabido que Israel, Pakistán, India y Corea del Norte cuentan con, al menos, una ojiva nuclear.
En el caso de México, a pesar de contar con yacimientos riquísimos de uranio en Chiapas, es miembro del Tratado de Tlatelolco, el cual vela por la no proliferación de armas nucleares en América Latina y Caribe. Y aunque ha habido múltiples cumbres, tratados y demás eventos pomposos entre Estados para reducir los arsenales nucleares, como lo fueron los Strategic Arms Limitation Talks (SALT) en 1972, la realidad es que los poseedores de estos “monstruos nucleares” no las dejarán a un lado.
Concluyo con Einstein: “no sé con qué armas se peleará la Tercera Guerra Mundial, pero la cuarta será con palos y piedras…”.