Uno de los problemas que de inmediato brotaron en la superficie de la opinión pública, es la notoria discriminación que muchos estadounidenses, simpatizantes del ahora presidente electo Donald Trump, han exhibido de la forma más brutal y grosera posible; grupos de blancos relacionados con esas expresiones de ultraderecha, ya sean neonazis, miembros del ku klux klan o sureños enfurecidos enfundados en su horrenda y asquerosa bandera confederada.
En México nos hemos sentido profundamente ofendidos por el desprecio tan abierto que el próximo presidente republicano ha manifestado en contra de los migrantes que se ven obligados a desplazarse hacia el país del norte. Estamos conmocionados, indignados por la muestra de servil sumisión que manifestó Peña Nieto al aceptar ser ninguneado por aquel tipo prepotente cuando ni siquiera era presidente, sino un candidato a la presidencia de su país. Es cierto y sólidamente probado: estamos en shock.
Pero ¿por qué nos indignamos si nosotros mismos practicamos ese desprecio sobre el otro, sobre el que no es como nosotros, no habla como nosotros y no piensa como nosotros? Desde luego, este fenómeno tiene un enorme y profundo trasfondo social derivado de nuestra formación como estado-nación, y por lo tanto, esas actitudes tan nefastas que hoy exhibimos las hemos incubado a lo largo de nuestra historia.
Ahora bien, es todavía más preocupante si vemos que estos muchos “Méxicos” no están integrados entre sí por varias situaciones maduradas con el tiempo. Este artículo pretende llamar la atención sobre nuestras sombras para darles luz, para buscar una solución que nos coloque como sociedad unida e igualitaria ante los difíciles cuatro años que nos esperan en el futuro inmediato.
Al momento de la colonización española, durante los siglos XVI y XVII, se implementó una sociedad estamentaria dividida no en clases sociales, sino en “castas”, es decir, en grupos sociales definidos por criterios de origen y pureza racial que de inmediato configuraron también una ideología de los grupos dominantes que despreciaba todo lo que no fuera de origen europeo. El fenómeno conocido como mestizaje fue más bien un hecho intercultural que se desarrolló entre los individuos europeos menos favorecidos por las bondades económicas, es decir, fue un hecho consumado por los primeros conquistadores y por la enorme cantidad de castellanos, vascos, andaluces y gallegos pobres que vinieron con la esperanza de “hacer la América” y regresar ricos y orondos a sus lugares de origen.
El mestizaje generó un grupo social de desclasados, que ya no eran ni españoles ni indígenas, que eran morenos y hablaban español, pero que nunca ocuparon, como grupo, un lugar prominente en la nueva sociedad colonial, y que eran despreciados tanto por los indígenas como por los blancos (españoles, criollos y castizos). Era una sociedad muy desigual, pero unida por la única motivación de sentirse parte de una identidad: el catolicismo guadalupano. De cualquier forma, los desfavorecidos han originado, con su indignación y con su furia, los movimientos sociales más significativos de nuestra historia: en 1810 con el levantamiento del padre Hidalgo, 100,000 marginados ya se le habían unido en Celaya, apenas pasados dos días del llamamiento de la noche del 15 de septiembre.
Fueron también los guerrilleros que dieron frente a norteamericanos y franceses en el siglo XIX, y finalmente, fueron los desarrapados que integraron las fuerzas revolucionarias de villistas, zapatistas y constitucionalistas… Todos han luchado para expulsar esa furia incubada por siglos de desprecio, pero su sacrificio ha sido en balde. Hoy tenemos un México profundamente dividido por la increíble disparidad socioeconómica que ha generado la implementación del neoliberalismo, y que se manifiesta en la injustísima repartición del ingreso nacional. Los grupos sociales que gozan de los beneficios de esta economía desigual manifiestan de todas las formas posibles su “superioridad” económica sobre los demás, pero sin tener la educación ni la sofisticación de –digamos por caso– la aristocracia inglesa.
De hecho, las “elites” sociales de nuestro país padecen de una falta de preparación cultural digna, y son los primeros en hacer ostentación de poseer gustos despreciables basados en una cultura que explota la violencia machista y criminal. El gusto por los narcocorridos, el desprecio y la vejación de la mujer están a la orden del día. Nuestra sociedad está colapsada por el clima de creciente criminalización y violencia, y el ciudadano común, ese que no vive en zonas privilegiadas, se ve inmerso en un mundo en donde el insulto y la prepotencia son cotidianos. Estos fenómenos vergonzosos de “ladys”, “lords”, y “mirreyes”, y de los pelafustanes y sujetos de baja ralea que roban, insultan y asesinan, hacen evidente cuán clasista y cuán discriminatoria es nuestra sociedad.
Sin embargo, por el lado de la inteligencia, es un hecho que ha habido mexicanos preocupados por generar una cultura digna y magnífica que nos ayude a construirnos como una sociedad más rica. Muchos han trabajado por este México, y al decir muchos hablo de colectivos, sociedades y grupos sociales que se enorgullecen por sus productos culturales, y no hablo de folclor turístico y extravagante, sino que hablo de cultura. ¿Por qué no nos apegamos a ella? Porque es un producto demasiado endeble, demasiado golpeado por una ideología neoliberal de satisfacción a través de bienes de consumo, por un sistema educativo cada vez menos eficiente y por una cultura kitsch, de baja estofa, generada por el mercado del entretenimiento ramplón y vulgar.
Nuestra sociedad está inmersa en una crisis muy lamentable, de la cual sólo podemos salir si empezamos a actuar como un ente consciente y organizado, y nos empezamos a aceptar como un colectivo rico y complejo. Debemos construirnos como sociedad justa, igualitaria e incluyente. Si no lo hacemos, el odio nos va a ganar y erraremos por el sombrío campo de la desdicha, por no sabernos comprender ni conjuntar.