La política no le pertenece a nadie, es de todos. Esta es una aseveración que hoy en día puede parecer cierta porque lo que dice ser política se manifiesta en todos sitios y en cualquier ambiente, sin embargo, está reservada a unos cuantos elegidos. Desde mi concepción, la política es una virtud y, en los tiempos que corren, parece estar desvirtuada.
Voy a referirme a una concepción de la política y la democracia que he construido a partir de la lectura de referentes filosóficos como Aristóteles y Platón, y aunque parezca anticuado, me parece que la comparación nos puede llevar a reflexiones importantes.
Comencemos por establecer que, la política, es el ámbito en el cual se puede expresar lo público, pero, en un sentido jerárquico del ejercicio de poder, denota el conjunto de razones por las que unos mandan y otros obedecen. Esta situación no está dada por cuestiones simples, sino por características profundas que, para nuestros tiempos –ignoro si para todos, y los anteriores– podrían parecer extremadamente abstractas.
Me gusta reiterar que, en cuanto a lo público se refiere, la política funge como el espacio en el que se puede pensar y razonar públicamente. Una especie de arena de tregua para la deliberación.
El espacio público es donde podemos expresar nuestro discurso individual y buscar en él nuestra identidad y el reconocimiento. Nos permite reconocernos, a través de nosotros y de los ojos de los demás, y a su vez reconocer al de enfrente, al de a lado y el que está detrás.
En este espacio, con la política, es que podemos refutar el sitio social que otros nos han dado. En la tragedia de Sófocles, Antígona, se ejemplifica esta idea, pues vemos abierto y construido el espacio para la singularidad, la posibilidad de oponerse, de posicionarse como un actor consiente. El reconocimiento del pluralismo es necesario para la democracia y la política nace de los que no son reconocidos como parte de la comunidad política; a partir de eso es que se construye el espacio deliberativo y democrático para el mejoramiento social.
Desde los escritos de Platón encontramos una sensación de decadencia en la política, en ellos se habla de un tiempo anterior en el que todo fue virtuoso, y esa virtud era encontrada en el conocimiento, no en el poder. Entonces, no sería raro decir que ahora mismo se percibe un ambiente de nueva decadencia política.
Aristóteles, precisamente en La Política, refiere al hombre como un ser político por naturaleza, al político como un ser prudente, gobernante y gobernado y al gobernante como un hombre bueno. A partir de esto, un político habría de contarse como un ser virtuoso, un buen ciudadano, y construir su camino hacia esto como un esfuerzo personal y no para buscar el poder sobre otros o su propio beneficio.
Con todo esto, volteamos a lo que denominamos política actualmente, al menos en México, y no se parece a lo que he descrito. En algún caso podría parecerse en el ejercicio del poder, pero, sin las virtudes del político referidas, es ejercicio demagógico, no democrático.
La prudencia no parece ser el eje central del político actual que se rige por los caprichos, deseos, expectativas y la necesidad de aprobación popular a través de ostentar derroche de “apoyos” y “cercanía” con lo que se dice “el pueblo”.
Evidentemente, la concepción de la política como espacio neutral para la deliberación también se ha visto diluida y se ha convertido en el autoritarismo sin cabida para las opiniones distintas, ya ni siquiera opuestas. Así pues, ¿cómo construir democracia sin participación y deliberación real? ¿Cómo retomar la virtud de la política como representación de la prudencia y la búsqueda del bien común? ¿Cómo incluir a la gobernanza más allá de la gobernabilidad?