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Cuotas en universidades: otra polarización al estilo Estados Unidos

Por: MA. Clara Franco Yáñez
Master en Asuntos Internacionales, por el Instituto de Posgrados en Estudios Internacionales y del Desarrollo en Ginebra, Suiza
clara.franco@graduateinstitute.ch

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El tema de cuotas raciales en universidades estadounidenses se añadió a la larga lista de cosas que polarizan rabiosamente a ese país; cuando la Suprema Corte (ya cuestionada respecto a su supuesta neutralidad ideológica por temas como el aborto) se pronunció en contra de dichas cuotas. Y vamos al tema en sí: ¿deberían existir cuotas raciales, de género o de cualquier otro tipo?... Nadie duda que, allá como aquí en México, hay fuertes desigualdades sociales que vienen desde la cuna, en el acceso a la educación superior como en muchas otras cosas: representación política, salud, etc. Es contextual y las desigualdades vienen de todo tipo: raza, género, religión, color de piel, orientación sexual, estatus migratorio, nacionalidad, edad… el punto siempre es el cómo. ¿Cómo aseguramos igualdad de oportunidades?

Implementar “cuotas”, tanto en las universidades como en los congresos, por ejemplo, tiene cabida en algunas situaciones mientras que en otras hará más daño que beneficio. El debate a veces se plantea como un enfrentamiento entre “representación” versus “excelencia”. Presuntamente las cuotas obligarían a decidir entre un “queremos a la persona más cualificada” versus “queremos a la persona que pueda ser la cara de x grupo”. Ya de entrada es un planteamiento sesgado y potencialmente malicioso –pero no porque las cuotas sean la solución benéfica o justa en todos los casos–, sino porque tendríamos que preguntarnos, desde la base, por qué “x grupo” está subrepresentado en ese contexto.

Estamos de acuerdo en que la postura de alguien positivamente racista o sexista ni siquiera merece ser considerada. Es obvio que la raza o el género no tienen un impacto a nivel individual en la capacidad de una persona para acceder a cierto puesto, ni en la universidad ni en la política. La cosa es que, en Estados Unidos, se enfrentan dos posturas de orgullosos no-racistas, las cuales representan casi un choque generacional. Están por un lado los orgullosos antirracistas que desean “un mundo ciego a la raza” (color-blind) y, por el otro, los orgullosos antirracistas que desean que veamos la raza, y que la veamos en todos lados, para entender de dónde vienen las desigualdades y por qué persisten.

Dos grupos de no-racistas: los libertarios, que quieren dejar de ver el color, y los izquierdistas, que quieren que al menos por ahora (o siempre) el color lo veamos en todas partes. Y no es que una de estas posturas sea la correcta. No es que una de las dos sea necesariamente la que debamos revelar como “la que todo este tiempo había sido la verdadera villana racista”, como en el meme de Scooby-Doo. La confrontación radica en que una postura se enfoca en lo que quisiéramos ser y la otra en lo que somos todavía; una en el futuro deseable y otra en el contexto actual.

Conviene mencionar que los temas raciales en Estados Unidos tienden a plantearse siempre como blancos vs. negros, mientras que en las cuotas universitarias una fuerte queja ha venido por parte de asiáticos (chinos, japoneses, vietnamitas, podríamos incluir al subcontinente indio), que han sido afectados por cuotas de raza en el sentido inverso: no admitidos por ser demasiados los que rebasan a sus contrapartes “gringas” en cuanto a excelencia académica. Y ahí hay un “traslape” con el ser extranjeros. Si gente excelente puede postularse a Harvard desde cualquier lugar del mundo, ¿qué pasa si el 90% de los más cualificados son extranjeros? ¿Es admisible para el norteamericano promedio o se pierde la esencia de que una universidad exista para servir primero a la población local?

El impacto de una cuota en mitigar las desigualdades (su supuesto objetivo final) todavía es difícil de medir y depende del contexto. Y es que hay ocasiones en que harán más daño que beneficio: saliendo el tiro por la culata cuando exista tan siquiera la percepción de que alguien “llegó ahí por cuotas y no por capacidad”. Además, algunos han señalado correctamente que las universidades norteamericanas tienen “otro” sistema de cuotas, más perverso que el de la raza: el del dinero, cuando las familias multimillonarias aseguran plazas para sus hijos mediante jugosas donaciones.

Promover la diversidad es un objetivo noble. El cómo es delicado, y la raza no es el único modo de desigualdad. También se ha señalado que sería más efectivo atender los orígenes de las desigualdades desde edades más tempranas que la universidad y desde antes de nacer, incluso. Pero eso es casi obvio y no concierne sólo al tema de universidades, sino a toda clase de discriminaciones. Las cuotas también pueden aliviar desigualdades históricas y traer más perspectiva global a las casas de estudio. Conviene preguntarnos si la meritocracia en este sentido está peleada con la perspectiva global y con el alivio de desigualdades históricas… Pero esta pregunta es ciega, sorda y cruel si la planteamos en un vacío y sin escuchar el largo eco histórico del por qué esas desigualdades están ahí en primer lugar.