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La otra historia de México

Por: Armando Fuentes
Escritor y periodista mexicano

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La reina de México

Conchita Lombardo de Miramón era muy claridosa. Gustaba de llamar al pan pan y al vino vino. Una tarde, comiendo en la casa de don Juan Nepomuceno Almonte, la esposa de éste preguntó a Concha su opinión sobre la posibilidad de establecer una monarquía en México, con un príncipe extranjero a la cabeza.

—Me parece muy mal —respondió sin vacilar la esposa de Miramón.

Todos, incluyendo a Miguel, se quedaron de una pieza. ¡Pero si aquella casa, la de los Almonte, era precisamente el sitio donde se juntaban los mexicanos partidarios de que un príncipe extranjero reinara en México! La señora Dolores frunció el ceño: —¿Por qué le parece mal la idea de la monarquía? —preguntó a Conchita.

Otra vez replicó ella con prontitud: —Porque no me gustaría que un extranjero mandara en mi país.

La dueña de la casa se molestó. Recordó los rumores según los cuales Miramón se oponía a la intervención de las tres potencias porque eso hacía disminuir las posibilidades que él tenía de volver a ser presidente de México.

—¡Ah, vaya! —dijo entonces a Concha con ironía nada disimulada—. Ya entiendo. Lo que usted quiere es ser reina de México.

—¡Claro que me gustaría ser reina de México! —contestó desafiante Concha Miramón—. ¡Mejor yo que una extranjera! La verdad es que en la corte de Francia no era bien visto Miramón. Había sido presidente de México, y se le consideraba opuesto a la idea de la monarquía.

Hidalgo trató de acercar a Miramón con Napoleón Tercero, para que éste le explicara la idea de la monarquía y atrajera al joven militar al partido monárquico.

El emperador accedió a recibir al mexicano en su palacio de las Tullerías. Cuando lo tuvo ante sí le dijo que las desgracias de México eran lamentadas en Europa.

—Por eso nos hemos unido a Inglaterra y España —le dijo—, para extender a México una mano protectora.

Eugenia de Montijo empezó a invitar a Concha a las recepciones palatinas.

Cierto día el duque de Morny, hermano bastardo de Napoleón Tercero, llamó a Miramón para tener una conversación con él. Una hora duró la entrevista, en cuyo  curso el francés convocó a Miguel a poner su espada al servicio de la expedición que invadiría a México. A cambio, le dijo, recibiría una substanciosa cantidad que le permitiría vivir sin preocupaciones ya en México, ya en Francia.

El joven Macabeo se indignó. Procurando guardar la compostura —apenas podía hablar por el enojo— respondió a Morny que prefería morir de hambre antes que comprometer su espada por dinero.

Cuando volvió a su hotel Miramón contó a Conchita lo que había pasado.

Ella lo abrazó y dijo repetidas veces: —¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! El desastroso fin de aquella conversación con Morny significó que de inmediato Miramón y su esposa quedaran fuera de la corte. Una y otra vez pretendió Miguel hablar de nuevo con el emperador, pero éste se negó a recibirlo.

Irritado por aquello Miramón salió de París, no sin antes declararse enemigo de la intervención. A fines de noviembre se embarcó rumbo a América, y llegó a Nueva York en diciembre de 1861. Fue a Washington y se entrevistó con el embajador de España, a quien comunicó su decisión de regresar a México a fin de organizar un gobierno de reconciliación. Le manifestó igualmente que se oponía a la intervención de las tres potencias.