
Entre los quince y los dieciséis años empecé a cuestionar la religión en general, y al catolicismo (nada estricto) de mi familia en particular. Las dudas me llevaron a no ser “creyente”, al menos en el sentido convencional, y no volví a abrazar ninguna religión organizada. Esto, francamente, no me vuelve especial ni original. Muchos adolescentes cuestionan la religión de su entorno. Algunos luego vuelven a ella, quizá por golpes de la vida, deseos de pertenecer al grupo o por simple inercia social. Otros nunca volvemos, pero al crecer entendemos y hacemos las paces con la idea de que quizá la fe juega un papel socio-evolutivo. Como otros adolescentes, fantaseé con un mundo secular, donde los fanatismos vinieran a morir. Mi “mundo ideal” no sólo sería laico, sino basado en conocimiento y raciocinio. El mundo parecía estar cambiando, sobre todo con la llegada de Internet (¡todo el conocimiento al alcance de todos!); y en mi inocencia creí que llegaríamos a ver el fin de las religiones organizadas, a las que yo tenía como fuente de cosas negativas.
Ahora dudo, por supuesto, de que el ser humano pudiera llegar a deshacerse de las religiones o del pensamiento religioso-mágico en general. Con esto no me refiero a ninguna de tres grandes obviedades. La primera es el hecho de que las iglesias hacen labor social positiva por el planeta: no todo lo que tocan se convierte en fanatismo dañino. Casi la mitad de las ONG en el mundo son de alguna u otra confesión religiosa. No hablo de la segunda obviedad, que es el hecho de que siempre habrá cosas del universo que no nos podemos explicar y rellenamos los huecos del conocimiento con religión: lo venimos haciendo desde tiempos en que no sabíamos explicar el rayo y el fuego; y hasta hoy, bautizando como “partícula de dios” a una parte de la física que no entendemos del todo bien. Ni tampoco me refiero a la tercera obviedad, prima de la segunda: el hecho de que “la fe” o “la pertenencia a la tribu” parecen ser una necesidad para muchísima gente.
Y de nuevo, no es que haya vuelto a ser creyente. Pero entendí que no se trata tanto del dios específico, sino de la necesidad de creer en algo. Hay mecanismos evolutivos que quizá están más presentes en nuestro “cableado” cerebral y genético de lo que nos damos cuenta. Estudiosos de nuestra evolución, como Richard Dawkins y Yuval Noah Harari, han especulado que un “gen de creyente” quizá facilitaba la supervivencia. El ancestro que creía en fantasmas, en dioses y en lo sobrenatural seguramente era más miedoso, más respetuoso de las fuerzas naturales y sobrevivía más fácil, propagando sus genes de creyente. Creer que el león tal vez era en realidad un león-dios-espíritu (antropomorfizado y furioso, o portador de mensajes), quizá jugaba más a favor de la supervivencia que lanzarse con un palo contra “el gato grande”. No es necesariamente intuitivo por qué “la fe” facilitaría la supervivencia (hay castos, vírgenes y mártires que no propagan sus genes), pero podría generalmente ser así. También fue nuestro primer y antiquísimo terapeuta: si el tigre mató a tu niño, no es tu culpa. Así lo quiso un dios sabio.
No es sólo el asunto del “dios de lo desconocido”, de que la humanidad antigua atribuía a dioses todo aquello que no sabía explicar, sino el hecho de ser creyente como ventaja evolutiva en sí misma. En el caso específico de las mujeres, esto viene con el añadido de que, si eres una mujer criada con la idea de que un dios te ordena tener muchos hijos, es probable que te sometas a ello; mejorando con cada parto las chances de supervivencia del grupo. Un sacrificio (y riesgo) para ella, pero una ventaja para la tribu o nación. También se habla de la religión y sus historias como “pegamento para una tribu” y la imperiosa necesidad de pertenecer a ella.
La realidad es que muchos de quienes en la adolescencia cuestionaron a su religión, no se volvieron ateos en la facultad: simplemente cambiaron una fe por otra. Pasaron del catolicismo a una espiritualidad más “light” u “ondas new age”; o pasaron a creer en astros, cristales y todo tipo de pensamientos alternativos. Además, notemos la aparición de “religiones seculares” que practican un durísimo radicalismo, a pesar de no creer en nada sobrenatural. Grupos ideológicos tan fundamentalistas como una secta, operando con los mismos mecanismos psicosociales: fe ciega en premisas y líderes, obediencia a las reglas, líneas estrictas que separan al que pertenece del que no, y furia viciosa contra aquel que abandona al grupo (mucho peor es la traición del apóstata, que la ignorancia inocente del no-iniciado). He visto esas tendencias en algunos grupos de veganos y animalistas, de ciertos feminismos radicales, de libertarios antiestado, de “masculinistas” furiosos contra los avances de las mujeres, o yéndonos a lo más burdo: fanáticos de algún “gurú” o de alguna figura de liderazgo popular.
En alguno de los muchos libros de Rius que devoré en la adolescencia, leí la frase: “creo que dios es una verdadera necesidad para mucha gente, lo cual no demuestra que exista”. Solía enfocarme en la segunda mitad de la oración, ahora le doy más peso a la primera.