
El afán de poseerlo todo nos ha llevado a los seres humanos a crear objetos que resguarden las cosas más asombrosas, abyectas o amorosas de acuerdo con la trayectoria de vida, las creencias o la intensidad de las emociones. Me refiero, por supuesto, a los relicarios.
Las reliquias en un primer momento eran aquellos fragmentos óseos, textiles u orgánicos pertenecientes a una persona que por sus actos hubiera subido a los altares católicos: santos y santas que hubieran partido de este mundo en olor de santidad, o bien alcanzado el glorioso martirio por defender su fe. A los relicarios, confeccionados primorosamente, se les atribuían poderes taumatúrgicos, ya que encerraban dentro de sí fragmentos pertenecientes a personas que, habiendo conseguido la gracia de Dios, podían interceder por nuestros pecados ante el gran creador del universo.
Pues bien, hubo un tiempo en que la cantidad exacerbada de reliquias que iban y venían era tal que el asunto comenzó a tornarse en un gran despropósito llegando a mercantilizar objetos a los que se les creaba una historia detrás, que en muchas ocasiones resultaba escandalosa, como aquella de la reliquia del santo prepucio de Jesús. Y no sólo los católicos son adoradores de las flores secas tocadas al santo sepulcro, también existen los vellos de la barba de Mahoma, así como una huella impresa en lodo y un diente de Buda, el cual crece cada año un poco más. Se dice que si reuniéramos los fragmentos de la verdadera cruz de Cristo, formaríamos un extenso bosque. Dato aparte, a los santos se les venera porque adorar, sólo a Dios.
Sobre las reliquias más extrañas guardadas se pueden mencionar la leche del pecho de María, un estornudo del Espíritu Santo y un suspiro de San José, el cual emitió a partir del cansancio que le provocaba su oficio; la lengua de San Antonio –única parte del cuerpo conservada aparentemente porque el santo era un gran orador– o la santa diestra de San Esteban de Hungría. Y las hay, en verdad, excepcionales: San Juan Bautista tiene disperso su cráneo en 28 iglesias del viejo continente, así como 63 dedos repartidos por el mundo. Esta hermosa pero necrófila costumbre aceptada por la mayoría en aras de la protección divina fue adoptada, por supuesto, por casi todas las madres del mundo: guardar los dientecitos de leche o el cordón umbilical, de la criatura en cuestión, es de uso frecuente.
A partir del romanticismo en el siglo XIX, el uso de guardapelos –una especie de medallón hecho de madera, metal o hueso y que al frente tenía una tapa de cristal adosada por medio de una pequeña bisagra para mostrar el contenido– se incrementó, ya que la muerte o el suicidio en aras del amor, por ejemplo, se consideraba el sumum de la expresión humana. Para no perderlo todo, se solían guardar rizos de los cabellos del amado, algunas fotografías o miniaturas pintadas al óleo para ser utilizados como recordatorio de mejores tiempos. Mención aparte merecen los lacrimatorio, contenedores alargados de cristal cuya boca se ajustaba perfectamente a la cuenca ocular para recoger el llanto emitido en velorios o debido a un mal de amores no muy bien cuidado.
El afán por recordar y darles vida a nuestros muertos nos ha llevado a crear objetos que nos proporcionen consuelo y esperanza, la afirmación de que alguna vez esos seres que amamos existieron y son un gran auxiliar contra la desesperación, la ausencia y la angustia.