Debo admitir que cuando escuché acerca de las modificaciones corporales en mujeres, de inmediato relacioné los anillos alrededor del cuello que utilizan las llamadas “mujeres jirafa” de Tailandia o los colosales platos labiales de algunas mujeres de tribus africanas en Etiopía y Tanzania. Incluso, pensé en los ajustados – y muy populares– corsés de la época victoriana del siglo XIX y que, según afirman, conseguían no sólo altos estándares de belleza, sino también la modificación de órganos internos vitales debido al poco espacio que quedaba por el uso de esta prenda, claro, además de desgarres y un constante jadeo de sus usuarias debido a la poca capacidad para respirar que tenían.
Pero… este es el siglo XXI y pensaríamos que prácticas como las anteriores resultan “escalofriantes” para las mujeres del nuevo milenio, ya sea para encajar en los cánones de belleza de la época o como una tradición milenaria, las modificaciones corporales a base de sangre, sudor y lágrimas nos parecen arcaicas y un claro atentado a los derechos de las féminas… o ¿no?
Pues no. Aparentemente lo único que cambió fueron los métodos, puesto que la presión social por entrar dentro de los estándares de belleza permanece, so pena de ser criticada, señalada, comentada o, incluso, de tener menos oportunidades que el resto. A esta “presión social para cumplir un determinado prototipo estético a toda costa, incluso cuando alcanzarlo supone algún riesgo para la salud mental y física de la persona”, Nahum Montagud Rubio, psicólogo clínico de la Universidad de Barcelona, le ha llamado: violencia estética.
Para Esther Pineda, autora del libro Bellas para morir: estereotipos y violencia estética contra la mujer, la masificación y sistemático bombardeo de imágenes que resultan inalcanzables de cantantes, modelos y actrices de la escena actual, han generado que la belleza se conceptualice entorno a cuatro grandes criterios: el sexismo, el racismo, la gerontofobia y la gordofobia. El sexismo, porque es preponderantemente una situación que atañe al género femenino –aunque no exclusivo, pues los hombres también son víctimas de la violencia estética– y hablamos de la mujer por la obligación a la que ha sido sometida a lo largo de la historia; el racismo, porque se considera que la blancura en la piel es un condicionante para la belleza; la gerontofobia, porque se prioriza la juventud sobre la vejez, después de todo, se considera que una modelo es “vieja” a los 30 años y la gordofobia, que la propia palabra se define, todas somos bodypositive hasta que nos toca serlo con nosotras mismas.
La imaginación de los cuerpos femeninos no tan sólo nos es vendida en las imágenes impresas, ahora también son parte de nuestra cotidianeidad con el uso de “filtros” y aplicaciones que modifican nuestro rostro generando así una imagen que no coincide con nuestra realidad y que, en ocasiones, suma al desarrollo de trastornos psicológicos, como la dismorfia corporal y la anorexia.
Entonces, ¿es la violencia estética una forma de violencia? Lo es. Aunque parece inofensivo señalar, criticar, hacer burlas o bromas sobre el aspecto físico de las mujeres y de las personas en general, la realidad es que supone una idea estereotipada de lo que la belleza debería ser y lo hace de manera hegemónica, siendo incapaz de aceptar la diversidad de cuerpos. En su espectro más jurídico, la violencia estética lleva aparejada la discriminación, la exclusión y la violencia.
Y, para muestra, la investigación realizada por Eva Maricela González titulada “¿Son las mujeres obesas menos empleables? Discriminación por obesidad en México”, publicada por el Colegio de México, describe la dificultad que tienen las mujeres con sobrepeso a ser empleables, mientras que en el lado de los hombres, no hubo mayor variación en la empleabilidad, lo que pone a la luz dos cosas: la primera es la exigencia de la perfección física que recae en la mujer y el obligarse a cumplir con las normas de belleza establecidas a fin de mejorar el desarrollo profesional y personal; y, segundo, la discriminación por parte de la sociedad para acceder a puestos visibles de toma de decisiones.
Hablar del tema, visibilizarlo y nombrarlo, es un paso más hacia la eliminación de la cosificación e hipersexualización de la mujer, fomentada mayormente por todas aquellas industrias que se han servido de ello para obtener ganancias a costa de la salud física y mental de todas aquellas que hemos sido víctimas de la fantasía.