
Recién he leído el libro de Margareta Magnusson El arte sueco de ordenar antes de morir, en donde la autora se plantea la ardua tarea que se hereda a la familia cuando fallecemos. Es verdad, una persona puede acumular kilos de papeles, clavos, pedazos de madera, recipientes, alambres, libros, ropa de todo tipo, zapatos o pedacería de joyería en un pequeño relicario con la intención de no desperdiciar nada y tenerlo a mano “cuando se necesite”, nada más alejado de la realidad; en nuestro fuero interno sabemos que jamás vamos a utilizar esos objetos que tan celosamente guardamos por la sencilla razón de que no podemos retener en la memoria todo lo que nos acompaña a lo largo de nuestra vida.
La situación se pone peor cuando llegamos a “cierta edad” en la cual observamos que estamos más cerca de la muerte que del nacimiento y que sí o sí debemos dedicar algo de tiempo para deshacernos de elementos que o no utilizamos o ya no nos hacen felices. Cuando ejecutamos estas acciones nos suceden cosas sorprendentes: encontramos la carta del primer novio; el primer recibo telefónico; el diploma al mérito obtenido en primaria y así sucesivamente. En este acto nos encontramos cara a cara con quienes fuimos, con recuerdos que no volverán, todos los cuales llenan el alma de nostalgias o tristezas y que el simple acto de romperlas o de tirarlas a un contenedor de basura causa bastante dolor, mucho.
El problema reside en el ego, ese ente que no nos permite pensar en el otro o nos hace suponer que el otro querrá continuar con nuestra apasionante vida y recordarnos, por lo menos, hasta la quinta generación. A nadie le interesa nuestra vida ni las cosas que nos hacían reír o llorar o las historias de amor que pudieron ser y no fueron, a menos, claro, que fuéramos escritores consumados y, aun así, son pocos los que siguen leyendo a Balzac o a Víctor Hugo. A todo esto, debemos sumar el hecho de que la esperanza de vida del ser humano aumenta radicalmente y el espacio para habitar las ciudades cada vez se reduce más.
¿Bajo cuáles criterios debo conservar objetos? Magnusson nos guía por estos desolados entresijos: si te parece feo, tíralo. Si no lo usas por lo menos en el último año, deshazte de él. Estos dos principios siempre están en las listas de los especialistas en el orden, sin embargo, la autora nos recomienda que comencemos por lo más grande: una sala, un trastero centenario o un librero desvencijado se van primero; esto nos dará la sensación de que avanzamos rápido. Avisar a los familiares cercanos o amigos también puede ayudar a eliminar cosas de tu vida y hace la tarea más benévola y ellos se pueden ir contentos con el nuevo jarrón vintage, obsequio de la tía abuela.
Finalmente, el último consejo y el más importante es la prevención. Pensar dos veces si quiero guardarlo: ¿el centro de mesa de la boda de tu sobrina? ¿Los bolos de bautizo en forma de zapatito de crochet recubiertos de pegamento blanco y rellenos de pequeñas mentas azucaradas? ¿En serio? Conocí a una señora que tenía un librero lleno de estos recuerdos y para no sacudir los cubría con rollos de plástico de piso a techo. Nadie se va a “sentir” si no guardas el perro de estambre o la estampita de la primera comunión. En ciertos momentos pensamos que estamos destrozando toda una vida de amor, relaciones, logros, fracasos, peor aún, nuestra vida. Dominar el ego, tomar una foto de los objetos amados y dejar ir es lo mejor que hay. Lo sé, soltar es doloroso, pero también es liberador. A menos, claro, que deseemos que nuestros objetos aparezcan repentinamente en un mercado de pulgas y sean adquiridos por un coleccionista que no tiene ni la más peregrina idea de quiénes fuimos. Eso sí que es feo.
Además, está la situación de los espacios en las nuevas viviendas en donde debemos administrar muy bien los lugares para que todos los habitantes reciban de forma equitativa su zona de almacenaje. No olvidemos que los recuerdos se construyen, se guardan en la mente y que una ayudadita con una foto no está de más.