Denis Diderot fue un destacado filósofo francés del Siglo de las Luces, reconocido por ser cofundador y escritor de la enciclopedia más relevante de su época. A pesar de ello, vivió casi toda su vida en la pobreza. Esto cambió cuando Catalina la Grande (emperatriz de Rusia) decidió apoyarlo comprando su biblioteca. Teniendo dinero para gastar, Diderot decidió comprar una fina bata escarlata, la cual le traería desafortunadas consecuencias.
Su bata era muy elegante y no combinaba con el resto de sus posesiones, por lo que sintió la necesidad de reemplazar una que otra cosa que no concordaba con su nueva adquisición: un mejor armario, una alfombra nueva, una mesa, una escultura; acabando por remodelar toda su casa y gastando todo su dinero.
Seguramente este comportamiento resulta familiar, por ejemplo, cuando nos inscribimos al gimnasio, después nos encontramos comprando ropa deportiva, tenis nuevos, suplementos alimenticios; o cuando se compra un vestido o camisa, se necesitan zapatos del mismo estilo, después un bolso o cinturón que combine con los zapatos, etcétera. A esto se le llama efecto Diderot, basado en su experiencia, él mismo lo describe como un espiral de consumo, que nos lleva a adquirir cosas nuevas que con anterioridad no necesitábamos para sentirnos mejor.
Hoy en día, es tan fácil llegar al punto de comprar algo simplemente porque se produce. La mayoría de nuestras pertenencias vienen con una caducidad programada y un número de serie, la creación de nuevas necesidades se ha convertido en tendencia; nunca ha sido más fácil comprar productos a cualquier hora desde cualquier lugar, y mucho más difícil distinguir entre lo necesario y lo superfluo.
El efecto Diderot es un patrón de conducta deseado por la mercadotecnia, la cual lo propicia bombardeándonos con publicidad e influyendo en nuestros hábitos de compra. Las marcas comerciales y sus productos ahora definen personalidades, estilos de vida e incluso se convierten en una identidad. De este modo, la industria introduce nuevos objetos al mercado, que hacen juego o nos desvían de esa identidad o estilo que hemos adoptado; en nuestro intento por mantenernos identificados, adaptarnos o “mejorar”, caemos en esta espiral de consumo.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando derrochar dinero y poseer bienes no esenciales se convirtió en una muestra de estatus y poder, ideología que en aquel entonces rescató la situación económica de la posguerra, la gente fue impulsada a gastar en bienes y servicios, estimulando el mercado y ayudando al crecimiento económico. Sin embargo, hoy vivimos en una cultura de consumismo intenso que sólo conlleva al beneficio de pocos, origina insatisfacción y desperdicio, además de generar un enorme impacto ecológico e inequidad social.
Los problemas medioambientales están fuertemente ligados a nuestros hábitos de compra. A medida que se demandan más bienes, aumenta la necesidad de producción, lo cual conduce al uso de recursos, de la tierra y el agua; consecuentemente a la deforestación, la generación de emisiones contaminantes y la aceleración del cambio climático. Y aunque todos compartimos el mismo planeta, el 60% de sus recursos son consumidos por un 10% de la población mundial, proveniente de países desarrollados; mientras que el 10% más pobre, únicamente consume el 0.5%.
Ya nos lo advertía Diderot en el siglo XVIII, siempre nos encontraremos rodeados de objetos bellos o novedosos esperando entrar en nuestra vida. Afortunadamente, existen estrategias para evitar caer en este espiral, tres de ellas son las siguientes:
Diderot coincide con la filosofía budista, que considera el desapego como medio para lograr una mejor calidad de vida. El perseguir el deseo y dejarse llevar por el frenesí del consumo, no conduce a un buen lugar; y amargamente lo manifiesta en su ensayo Arrepentimiento por mi vieja bata, en el que cita: “Dejen que mi ejemplo les sirva de lección, la pobreza tiene sus libertades y la opulencia sus obstáculos”.